sábado, 20 de agosto de 2016

América Latina: la integración en peligro

Han renacido las fuerzas opuestas a la integración latinoamericanista, a fin de retomar el viejo americanismo y, además, encauzar una nueva integración del mercado internacional globalizado, con la mira en la ampliación de los buenos negocios empresariales y transnacionales.

Juan J. Paz y Miño Cepeda* / "Firmas Selectas" de Prensa Latina

A inicios del siglo XIX, los procesos de independencia de la Hispanoamérica de la época desembocaron en la creación de una veintena de repúblicas, aunque hubo un persistente debate sobre la unión o la autonomía regional en cuyo transcurso las ideas de integración unionista -planteadas por visionarios como Simón Bolívar (1783-1830)- chocaron con los intereses de poderosas oligarquías regionales, interesadas en edificar poderes republicanos pero a su servicio local.

Así emergieron temporales la República de Colombia o Gran Colombia (1819-1831), el sueño de Bolívar que integró a Venezuela, Colombia (con Panamá, que era una provincia colombiana) y Ecuador; la Confederación de las Provincias Unidas de Centroamérica (1823-1824), que pasó a llamarse República Federal de Centroamérica, (1824-1839) integrada por Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica; y la Confederación Peruano-Boliviana (1836-1839).

Todos esos Estados unionistas fueron proyectos políticos que pretendían construir Estados-nacionales específicos, y no precisamente crear un sistema de “integración económica” regional.

La visión continental la impusieron los Estados Unidos, tanto con el “americanismo” de la doctrina proclamada por el presidente James Monroe (1823) como con la diplomacia del Destino Manifiesto(1845). La concreción de ambas políticas fue la I Conferencia Panamericana (1889-1890) realizada en Washington, de la que nació la Unión Panamericana (UP), que se propuso instaurar, además, la unión aduanera americana, implantar una moneda única de plata, unificar aranceles, regular el tráfico comercial y la solución de conflictos, todo bajo la perspectiva de la hegemonía estadounidense en plena fase de expansión imperialista.

Bajo el espíritu del “panamericanismo”, el esfuerzo específico para la continentalización económica fue la Primera Reunión de Ministros de Hacienda de las Repúblicas Americanas (Guatemala, noviembre de 1939), que concluyó sólo en proyectos y recomendaciones, si bien sumamente ambiciosos, en diversas áreas: monetarias, cambiaria, bancaria, aduanera, tributaria y , especialmente el libre comercio, convertido, desde esa época, en el eje de las relaciones que debían desarrollarse entre América Latina y los EE.UU.

Las condiciones derivadas de la II Guerra Mundial (1939-1945) fueron el momento histórico oportuno para el asentamiento de la hegemonía internacional de los EE.UU. en la conferencia de Bretton Woods (1944), de la que nacieron el Fondo Monetario Internacional (FMI), centrado en asuntos monetarios y financieros; y el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF, generalmente conocido como Banco Mundial-BM), que atendería lo relativo a proyectos de desarrollo. Más difícil fue lograr un acuerdo en el campo comercial, pero en 1948 entró en vigor el GATT (General Agreement on Tariffs and Trade) -que funcionó de facto entre las partes contratantes durante cerca de medio siglo-, aunque con carácter provisional y centrado exclusivamente en el comercio de bienes.

En cuanto a las relaciones intergubernamentales, en abril de 1948 se creó la Organización de Estados Americanos (OEA), que reemplazó a la UP.

Sin embargo, el momento histórico para el resurgimiento de las ideas sobre integración económica continental y regional tuvo lugar a raíz del triunfo de la Revolución Cubana, en enero de 1959.  Como reacción ante ese acontecimiento, y manipulando la idea del “peligro comunista” en el continente, los EE.UU. movilizaron su tradicional “americanismo”, reforzaron su asistencia e influencia militar  con el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR, creado en 1947), impusieron el embargo a Cuba (1960), lograron implantar el programa Alianza para el Progreso (1961) y consiguieron la expulsión de Cuba de la OEA (1962).

En esas circunstancias, América Latina entró a su época “desarrollista”, bajo cuyo signo se consolidaron distintas fórmulas de integración económica: ALALC (1960), sustituida por ALADI (1980); Pacto Andino (1969), CARIFTA (1968), transformada en CARICOM (1973); más tarde: MERCOSUR (1994/1995), Comunidad Andina (1996), G.3 (1995, con Colombia, México y Venezuela); los diversos convenios de integración centroamericana (SICA, SIECA, AEC); varias entidades regionales (SELA, OLADE, etc.) y una amplia red de acuerdos plurinacionales y binacionales.

Pero en la década de 1980, a consecuencia de la crisis de la deuda externa (1982), los condicionamientos del FMI, el auge del neoliberalismo, el derrumbe del socialismo y el triunfo de la era de la globalización, los esquemas integracionistas del pasado debieron cambiar de visión y perspectiva,  al imponerse una sola mirada: el libre comercio y el capital privado como fuerzas naturales de la economía.

Acompañó a esos procesos la Ronda Uruguay, realizada entre 1986 y 1994, que dio nacimiento, a partir del 1 de enero de 1995, a la Organización Mundial del Comercio (OMC, que suplantó al GATT), para un mercado mundial regulado en forma jurídicamente obligatoria, ya no sólo para el comercio de bienes, sino también para los servicios y, especialmente la propiedad intelectual, un tema de particular significación para las grandes potencias capitalistas, que en América Latina no ha merecido la atención urgente que requiere.

En el continente el americanismo tomó un nuevo giro: los EEUU lograron el primer Tratado de Libre Comercio conjunto con Canadá y México (TLCAN o NAFTA) y en la I Cumbre de las Américas realizada en Miami, en diciembre de 1994 y luego en la II Cumbre de Chile (14-19 abril, 1998) lograron la constitución del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), que reunió a 34 países del hemisferio, con la exclusión de Cuba.

Pero la historia tiene sus ironías (Hegel). En 1999 Hugo Chávez llegó a la presidencia de Venezuela y después, en la primera década del 2000, se sucedieron una serie de gobernantes que abrieron un nuevo ciclo histórico en América Latina (en pro de la identidad democrática progresista y en la línea de una nueva izquierda) en Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Uruguay e incluso -proclives a esa tendencia-, en Chile, Honduras y Paraguay.

Durante la III Cumbre de los Pueblos, paralela a la IV Cumbre de las Américas en Mar del Plata, Argentina (noviembre de 2005), Hugo Chávez anticipó una posición inesperada: “entre tantas cosas de las que hoy hemos venido a hacer aquí en Mar del Plata, manifestó en un vibrante discurso, hoy y cada uno de nosotros trajo una pala, una pala de enterrador, porque aquí, en Mar del Plata, está la tumba del Alca”, y añadió: “Vamos a decirlo: ¡Alca, Alca, al carajo!, ¡Alca, Alca, al carajo!”.

El intento del presidente de EE.UU., George W. Bush (2001-2009), para extender definitivamente el ALCA a todo el continente, excluyendo a Cuba, tuvo una derrota fenomenal en la IV Cumbre porque Hugo Chávez, Néstor Kirchner y Luiz Inácio Lula Da Silva adoptaron una posición absolutamente contraria a la intención estadounidense, ya que asumieron la necesidad de impulsar otros procesos de unidad e integración entre los países de América Latina y el Caribe.

Con ese antecedente se inició la consolidación de nuevos organismos regionales latinoamericanos: la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) en 2004, bajo el impulso de Cuba y Venezuela; PETROCARIBE en 2006, para la coordinación energética; la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) en 2008, para generar un espacio de integración económica, social, política y cultural; y, sobre todo, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), creada en Caracas, en diciembre de 2011, como el espacio de coordinación intergubernamental y política de los intereses de la región, con la inédita exclusión de los EE.UU. y Canadá.

Esa institucionalidad internacional y latinoamericanista afectó el camino de la continentalización del mercado libre al estilo del TLCAN y desplazó la primacía de la OEA para el tratamiento de los asuntos “interamericanos”, ya que la CELAC, integrada por 33 países, se convirtió en el mecanismo de diálogo y concertación política entre los gobiernos de la región, incluyendo a Cuba.

Además, en la nueva entidad ningún gobierno fue cuestionado o juzgado por su régimen político o su orientación económica, de modo que se afirmó el principio de soberanía de los pueblos y de respeto a sus sistemas, bajo la idea de unidad en la diversidad.

Pero un nuevo momento ha comenzado a vivirse en torno a la integración latinoamericana y caribeña desde que el ciclo de los gobiernos progresistas, democráticos y de nueva izquierda se ha visto afectado por los cambios institucionales en varios de los países sudamericanos.

Han renacido las fuerzas opuestas a la integración latinoamericanista, a fin de retomar el viejo americanismo y, además, encauzar una nueva integración del mercado internacional globalizado, con la mira en la ampliación de los buenos negocios empresariales y transnacionales.

El Secretario General de la OEA trata de reposicionarla  frente a la CELAC e intentado aplicar la Carta Democrática contra Venezuela, en una línea que privilegia la calificación política. Pero también el Mercosur recibe otro golpe a través del posicionamiento  adoptado por Argentina, Brasil y Paraguay, para que Venezuela no ocupe la Presidencia Pro Témpore de la entidad, como le correspondía.

La “debilitación” de los gobiernos progresistas sirve para cuestionar el “modelo económico” supuestamente estatista que forjaron, y para reorientar las presiones contra todo tipo de límites institucionales  a  los  Tratados de Libre Comercio (TLC). Incluso se pretende ir más lejos, con la búsqueda de vínculos definitivos con el Acuerdo Transpacífico (TPP), la nueva panacea para el libre comercio precisamente en el área de países ubicados hacia el Pacífico.

El TPP tiene como metas la ruptura de barreras arancelarias, crear un marco flexible de derechos sobre el trabajo y el medio ambiente (afectar a los trabajadores y permitir la explotación abierta de recursos), garantizar a los inversionistas extranjeros y adoptar regulaciones sobre la propiedad intelectual, que ha pasado a ser el centro inamovible de toda conversación con gobiernos latinoamericanos a la hora de suscribir cualquier TLC.

En la geoestrategia continental está en marcha la recuperación de los viejos poderes. El turno parece llegar al Ecuador, país en el que habrá elecciones presidenciales y legislativas en febrero de 2017. Las fuerzas que aquí se identifican como la “derecha” aprovechan la coyuntura de la crisis económica interna para arremeter contra el “fracasado” modelo económico construido durante la última década -como lo llaman-, y anunciar la recuperación de la “libertad” y la “auténtica democracia”.

Claramente han planteado que, con su triunfo, vendrá la apertura al capital extranjero, la promoción interna de las actividades privadas, el retiro del Estado, la revisión del sistema tributario, la “apertura” al mundo mediante la suscripción de TLC y, sin duda, la atención al empleo y al desempleo, pero igualmente con nuevas normas para una mayor “flexibilidad” laboral. Se preparan, como lo afirman, no solo a derrotar al “correísmo” sino a desmontarlo.

De manera que en Ecuador no solo hay una confrontación política interna, sino que a través de ella también entrarán en juego esquemas de integración latinoamericana. Y si triunfaran los sectores de la derecha, quedará una vía abierta para desestabilizar los organismos de unidad y coordinación que nacieron bajo los gobiernos progresistas, democráticos y de nueva izquierda.

Quito, 3/agosto/2016

*Historiador, investigador y articulista ecuatoriano.

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