sábado, 7 de febrero de 2015

El Salvador: Romero y los mártires del pueblo

Por encima de la lógica del poder y de los intereses ideológicos del Vaticano; y por encima de las burocracias que custodian los santorales y las puertas del cielo, Oscar Arnulfo Romero –San Romero de América- ya había sido elevado a los altares del pueblo desde hace mucho tiempo.

Monseñor Oscar Romero, representación en mural del artista salvadoreño Isaías Mata.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica

La historia de El Salvador, como la de otros países centroamericanos, es una historia manchada con la sangre y los sufrimientos de los inocentes, de los más pobres, de los excluidos y condenados de la tierra. El siglo XX fue especialmente doloroso para un pueblo que, una y otra vez, vio ahogadas sus esperanzas y luchas por la liberación en medio de crímenes espantosos y la impunidad de quienes detentaban el poder. Uno de sus más lúcidos y comprometidos poetas, Roque Dalton, supo llevar a los versos esta tragedia: “Ser salvadoreño es ser medio muerto /eso que se mueve / es la mitad de la vida que nos dejaron // Y como todos somos medio muertos / los asesinos presumen no solamente de estar / totalmente vivos / sino también de ser inmortales”.

Dalton se refería a la matanza de Izalco, de 1932, aquel alzamiento de trabajadores y campesinos predominantemente indígenas, que salieron en defensa de la victoria del Partido Comunista en las elecciones legislativas y de alcaldes de aquel año, y que desató una brutal represión por parte del gobierno del dictador Maximiliano Hernández  Martínez, que incluyó acciones de violencia y exterminio étnico sistemático, que dejaron –según diversas fuentes- unos 30 mil muertos. Pero las desgarradoras imágenes poéticas de Dalton también pueden narrar el suplicio de los 75 mil muertos, 8 mil desaparecidos y un millón de refugiados y desplazados durante la guerra de los doce años, es decir, el conflicto armado que se inició en 1980 y se extendió hasta la firma de los Acuerdos de Paz de 1992.

Por eso, el anuncio de la firma de un decreto por parte del Papa Francisco, en el que reconoce el martirio del obispo salvadoreño Oscar Arnulfo Romero, asesinado el 24 de marzo de 1980 por un comando militar bajo las órdenes del mayor Roberto D’Aubuisson, no solo llena de regocijo a toda América Latina –a creyentes y no creyentes, que reconocen el legado del clérigo-, sino que además constituye un acto de reparación histórica: por un lado, de la memoria de las luchas populares en El Salvador; y por el otro, del contenido de  verdad que animó a los miles de hombres y mujeres que también pagaron con el precio de su vida el reclamo de  justicia social, de igualdad, de libertad y dignidad humana,  en una sociedad dominada por una oligarquía que, en el siglo XX, todavía seguía viviendo en la colonia.

Desde la experiencia paradójica de su vida, donde pasó de ser un arzobispo designado para reforzar el orden oligárquico del régimen, a la radicalización de su pensamiento y su compromiso político, que lo convirtieron en un pastor de la iglesia de los oprimidos, en la figura de Romero convergen ese amplio arco de aspiraciones e ideales que van del etnocidio de 1932, al “paroxismo de la locura” de la guerra civil –como lo definió la Comisión de la Verdad de la ONU para El Salvador-; de los martirios de Farabundo Martí y José Feliciano Ama, a los de Rutilio Grande y los jesuitas de la UCA, por citar algunos ejemplos.

Por encima de la lógica del poder y de los intereses ideológicos del Vaticano; y por encima de las burocracias que custodian los santorales y las puertas del cielo, Oscar Arnulfo Romero –San Romero de América- ya había sido elevado a los altares del pueblo desde hace mucho tiempo. La decisión del Papa Francisco, resistida de una y mil formas por sus antecesores Juan Pablo II y Benedicto XVI, enaltece a un hombre que comprendió las responsabilidades de su tiempo y el dolor de sus compatriotas salvadoreños, y al mismo tiempo, reivindica a una iglesia con rostro de pueblo, consecuente con el mensaje evangélico de Jesucristo.

Poco antes de su asesinato, Romero declaraba en una entrevista: “Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”. Hoy, Romero no solo vive en El Salvador, sino en la conciencia y las utopías de todas aquellas personas que no cejan en la búsqueda de la liberación de los pueblos y el bienestar de las grandes mayorías.

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