sábado, 10 de mayo de 2014

Colombia: El deber de la esperanza

Como si fuera poco una guerra de cincuenta años, ahora los colombianos tenemos que echarnos al hombro la inútil pelea entre Santos y Uribe.

William Ospina / Tomado de El Espectador (Colombia)

Como si no estuviéramos cansados de discordias, y esperando que el proceso de La Habana dé comienzo a la verdadera construcción de la convivencia y a la normalidad de la vida, tenemos que soportar que una campaña electoral que debería estar proponiendo soluciones para diez mil problemas se eternice en gritos y descalificaciones, insultos y acusaciones, donde cada quien trata de demostrar que el otro es el demonio.

Esto no sería tan extraño si no fuera porque los que así se descalifican y se desenmascaran, todo lo hicieron juntos. Sorprende que cada uno pretenda hacernos olvidar su vieja alianza, pero es costumbre que los políticos olviden su pasado, que después de hacer las cosas salgan a criticarlas, y quieran demostrarnos que sus viejos aliados, sólo porque les dieron a ellos la espalda, son ahora enemigos de la humanidad.

Es costumbre que en la tarea de hacerse elegir de cualquier forma recurran a toda retórica, traten de provocar la amnesia colectiva, para aparecer de repente como los grandes innovadores que al fin tienen la clave de las soluciones.

Lo que debería asombrarnos es que la gente no se haya cansado de esa retórica, que ni siquiera inventa tonos nuevos sino que vuelve con la gastada fórmula. Así se descalificaban federalistas y centralistas, aunque al menos tenían ideas opuestas; así se descalificaban liberales y conservadores, y pasaron de descalificarse a degollarse, abusando de un pueblo al que la religión había acostumbrado a creer que todo el que no piensa como uno es un demonio.

Ya deberíamos haber aprendido la amarga lección de que cuando ellos son amigos todos perdemos, y cuando se vuelven enemigos, a nosotros nos toca cargar con la discordia, y al final todavía perdemos más.

Allá afuera está el mundo lleno de desafíos, los jóvenes viajan por el continente y dialogan con sus amigos de todo el planeta; se hacen carreteras y puertos, se construyen industrias, se toman decisiones originales, se enfrenta la pobreza, se redistribuye el ingreso, que en Latinoamérica ha crecido; pero en Colombia, en cambio, como en ninguna otra parte, se concentran y agravan la inequidad y la injusticia. Nuestros políticos siguen hablando en el lenguaje del odio y de la discordia, no proponen rumbos nuevos ni altas tareas de civilización.

Aún estamos esperando que alguien tenga un proyecto de país moderno que proponernos, pero lo único que escuchamos es quién es malo y quién es peor, quién me traicionó, quién es más perverso y más malvado. Pero no, no son malvados, ni perversos, ni traidores, o al menos no es eso lo peor que son; en realidad son ambiciosos: los proyectos que tienen favorecen a pocos. Lástima que por pelear no aciertan a esgrimir un argumento generoso, una propuesta grande, algo que saque de verdad a la gente de la miseria, de la exclusión, de la violencia, de la abominable estratificación que impide toda solidaridad, del conformismo que nos deja en el último lugar en las pruebas de inteligencia, pero también en el último lugar en las pruebas de convivencia, que son las se hacen cada día en las calles riesgosas y en los barrios humildes.

En esa lógica de pequeñeces, hasta la paz se vuelve un instrumento más para atornillarse en el poder, sin que podamos estar seguros de que esa paz podrá aclimatarse, porque todo se esconde en fórmulas secretas y recurriendo más al miedo que a la esperanza.

Por un futuro sin odios, alguien debería contener esos extremos y salvarnos de esa disyuntiva. Alguien debería decirnos qué hacer con unos Tratados de Libre Comercio que acabaron con nuestra economía: alguien debería decirnos si son compatibles con la reactivación de la industria y con la urgente reinvención de la agricultura, y cómo podemos avanzar en una decisiva integración continental. Alguien debería decirnos cómo, después de los acuerdos, construiremos la convivencia, la fraternidad y el afecto, en una sociedad carcomida por el odio y por el resentimiento, donde hasta hay quien se atreve a graznar en el silencio sagrado del funeral del más grande dignificador de nuestra cultura.

Alguien debería decirnos cómo vamos a volver verdadera esta democracia de clientelas, donde todo el mundo sabe que lo que menos vale es el voto de opinión, donde todo el mundo dice que las elecciones no las gana el que tenga más ideas sino el que tenga más buses para llevar a los votantes a las urnas.

Alguien debe atreverse a no estar de acuerdo con la pequeñez de esa política, y preferir perder con honor y con propuestas antes que resignarse a perder con pusilanimidad, ante quienes conceden más importancia a las maquinarias y a los odios que a la opinión de la gente.

El futuro no está en cálculos mezquinos sino en decir lo que hay que decir, soñar lo que hay que soñar, y hacer lo que hay que hacer. Acaso tanta gente está desanimada e indecisa es por esa falta de grandeza, y acaso el lenguaje de la gran política, generosa, humana, incluyente, no hecha apenas para la gente sino con la gente, podría todavía dar una sorpresa mayúscula a los viejos predicadores de la resignación.

Un país postergado, pero lleno de entendimiento y de laboriosidad, está esperando algo más que esta sopa de lugares comunes, donde los que han manejado el país por décadas salen a pregonar contra toda evidencia que estamos en el reino de la abundancia, y sin dejar de echarle tierra al contrario, cada día sacan del sombrero un nuevo conejo de feria.

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