sábado, 11 de enero de 2014

El velo occidental

Hay muchos tipos de velo y, en mi opinión, en Occidente tenemos el peor. Es el velo invisible. Ese velo que no es, aunque sea.

Bárbara Márques Colom / Revista Pueblos

"Borrasca en azul", de Oswaldo Guayasamín.
Es un día soleado en Guatemala y como de costumbre me dirijo a casa de Doña María, “Cana María”, así como la llaman en q’eqchi’, uno de los tantos idiomas mayas que se hablan en el país. Allí desayuno todos los días, y esta mañana, como todas las mañanas, me reciben con el suave palmotear de sus manos. Están torteando. Las tortillas son indispensables en la dieta guatemalteca y en este momento también lo son en la mía.

En Lancetillo se tortea tres veces al día, una por comida. Son las mujeres las encargadas de llevar el maíz al molino más cercano. Una vez molido lo amasan con sus dos fuertes manos de color café. Es un constante vaivén de fricciones entre la masa y la piedra que suelen usar para dicha labor, mientras se manosean las diminutas migas del grano americano.

El comal (una especie de vasija hecha de barro) tiene que estar lo bastante caliente para que la masa no se pegue. Las tortillas quedan durante unos minutos calentándose mientras las mujeres las miman entre volteo y volteo. Si observas como trabajan desde otra perspectiva, te parece todo una bellísima forma de arte, un arte que lleva reproduciéndose entre generaciones de mujeres desde hace cientos de años. La realidad es otra. Días y días de duro trabajo del cual irremediablemente dependen para poder dar de comer a sus familias. Degusto las tortillas acompañadas de huevos revueltos y un buen café y me voy a bañar al río.

El agua del río, fragorosa y arrolladora, puebla las plantas de mis pies y tiene la fuerza matutina que le corresponde a una precedente lluvia nocturna intensa y tempestuosa. Es indiscutible el hecho de que este lugar es mágico, no sólo por la fuerza de su naturaleza, sino también por la riqueza que ésta desprende. No tardan mucho en irrumpir la tranquilidad del nado unas cuantas niñas con su tremenda energía impoluta y su maravillosa candidez, tan pura como el aire que se respira. Sus risas y juegos me contagian de alegría siempre que las tengo cerca. Rosa, “la chica del río”, así como la llamaba antes de saber cuál era su verdadero nombre, siempre me dedica una dulce y tierna mirada, buscando en mí una actitud afín. Así como con Rosa, mi amistad con otras tantas niñas de la aldea fue forjándose a medida que iba pasando el tiempo. Era desconocido en mí ese carácter infantil, esa niñez tan casta y desnuda. Sin embargo, a medida que pasan los años, la fresca realidad de esas niñas que se convertirán en adolescentes primero, y después en mujeres adultas, se volverá más inclemente y encadenará a esa joven y chispeante frescura infantil en una dificultosa y cruda existencia…

Un día hablando con Doña María me dijo que en la aldea los hombres muchas veces no buscaban una esposa, sino más bien una sirvienta, tal y como les habían educado en sus casas, acostumbrados a ser atendidos por sus madres, con el consentimiento u obligación del progenitor. Así le había pasado a ella. Su esposo había sido educado frente a la sumisión total de la figura materna y por ello se naturalizaba ahora en su propia familia. El problema no era tanto la interiorización del rol masculino dominante por parte de su marido, sino más bien la prolongación de dicho rol hacia su hijo pequeño. En otra ocasión, me contó como el niño nunca quería comer a la hora del almuerzo y por eso debía esperar hasta horas más tarde para servirle la comida en la mesa. Si se negaba, el “Don”, su esposo, la regañaría y eso la atemorizaba. Siendo ella consciente de tal sometimiento hacia su marido, no podía ahorcar tampoco ahora los hábitos absolutos y despóticos tan enraizados cultural y socialmente que el cónyuge reasentaba en su descendiente.

Las costumbres sociales tienden a rechazar y condenar un hecho violento que tenga lugar en la calle, pero en cambio toleran la violencia que se produce en el espacio privado. Estas conductas sociales son características en las sociedades con patrones culturales patriarcales y priorizan la privacidad del hogar en su tensión con la responsabilidad pública del Estado.

El motivo que me ha llevado escribir estas líneas, no ha sido otro que la indignación e impotencia que me provoca la ya evidente opacidad que se sigue creando entorno a la opinión pública sobre las desigualdades sociales por razones de género, y que persisten todavía no sólo en realidades sociales tan lejanas como la guatemalteca, sino también en la nuestra. Se sigue negando lo evidente, todo con el consentimiento de algunos medios de comunicación y fomentado desde las más altas esferas políticas. No se puede ni se debe intentar solucionar el problema solamente con la denuncia o la crítica, ya que ello puede paliar el conflicto pero no erradicarlo. Es necesario profundizar en el tema con una mayor concienciación y movilización social, no sólo desde la calle, sino desde las instituciones u organizaciones públicas. Llevar a cabo iniciativas que paulatinamente logren un cambio en las pautas de comportamiento y en las estructuras de poder establecidas.

Hay muchos tipos de velo y, en mi opinión, en Occidente tenemos el peor. Es el velo invisible. Ese velo que no es, aunque sea. Utilizando las palabras de Descartes, “Cogito ergo sum”, o lo que es lo mismo, “Pienso, luego existo”, deduzco que solamente nos queda aprender a pensar otra vez. Pensar de nuevo para que la dulce y fresca sonrisa de unaniñano desaparezca durante el arduo camino a su vida adulta, como viene sucediendo a tantas mujeres generación tras generación, mientras que seguimos sin querer ver la imperiosa necesidad de un cambio que no sólo es posible sino necesario.


Bárbara Marqués Colom es licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad de Barcelona. Actualmente cursa el Máster de Cooperación Internacional Descentralizada: Paz y Desarrollo de la UPV/EHU.

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