sábado, 16 de noviembre de 2013

Colombia: La ayuda inesperada

Los adversarios de los diálogos acusan al presidente de estar aprovechando la paz para fines electorales, pero lo que ellos hacen no es distinto.

William Ospina / EL ESPECTADOR

Más malo que utilizar la paz para conseguir votos es combatir la paz con ese mismo propósito.

Los que deploran los acuerdos de La Habana, a quienes esta semana se les oscureció la mirada en el preciso momento en que al resto del país se le iluminaba, cuando, como pocas veces, Colombia resplandecía de esperanza, hace 11 años celebraron el fracaso del Caguán y 11 años más de guerra. Pero tal vez no son años de guerra lo que quieren, sino unos cuantos períodos electorales obtenidos con la estrategia de que la reconciliación nunca llegue.

Cada vez que se habla de las transformaciones que podrán hacerse en el país gracias a los diálogos de paz, los adversarios del diálogo saltan con los mismos argumentos que esta semana repitió Óscar Iván Zuluaga. Que “la paz se hace desarrollando el campo, con educación pública de calidad para nuestros jóvenes, una paz basada en el respeto a la ley y a la justicia, una paz que tenga en cuenta a los colombianos de bien, a los campesinos y a quienes trabajan día a día por aportarle al país”.

Pero entonces, ¿por qué no lo han hecho, si han tenido todo el poder y todos los recursos? ¿Y en qué se opone eso a lo otro? En los cincuenta años que lleva esta guerra dolorosa que sacrifica sólo a los pobres de Colombia, ¿por qué los que tienen la fórmula tan clara no la han puesto en práctica?

Todos sabemos aquí que la paz es cuestión de justicia, de dignidad, de acabar con la pobreza, con la ignorancia, de no dejar a las mayorías en el desamparo y en la miseria. Eso en Colombia sólo parecen ignorarlo los que toman las decisiones, los que manejan los presupuestos, los que han sido encargados en vano durante décadas de cumplir las promesas constitucionales. Pero cada vez que se hace algo a favor de la reconciliación, los dueños de la fórmula mágica salen a oponerse a la paz con el eterno argumento de que la paz se hace de otra manera.

La noticia de que el Gobierno y la guerrilla han llegado a un acuerdo sobre el segundo punto de la agenda produjo una alegría nueva en todos los que quieren que la guerra termine, en las gentes humildes que han padecido esta guerra década tras década. Pero hay quienes la reciben con malestar. Y aunque afirman no estar de acuerdo, en realidad utilizan esa oposición al diálogo como un instrumento para sus propios fines.

Si Colombia fuera un país justo y próspero, de ciudadanos reconciliados, con una comunidad solidaria, donde los jóvenes tengan claro su futuro y el horizonte de sus oportunidades, uno podría entender que haya gente empeñada en que nada cambie. Pero en un país tan catastróficamente estratificado, acosado por todas las violencias, donde a medida que crece la economía crecen la desigualdad y la injusticia, es evidente que los que se oponen a un cambio o son insensibles al sufrimiento o se benefician del caos.

Un país espléndido por su naturaleza, privilegiado por su gente, riquísimo por sus culturas, hace muchas décadas está postrado en la mediocridad y en la indolencia en manos de una dirigencia irresponsable que hace muy poco por su pueblo, que abandona a sus multitudes pobres en barrios deletéreos, entre desagües y basuras, que los deja morir a las puertas de los hospitales o los condena a esperar por meses unos exámenes médicos de vida o muerte; un país que vive desangrándose en el paraíso, bajo una economía que beneficia a muy pocos y sin que nadie tenga derecho a tener iniciativas empresariales o de ningún género, porque un orden de privilegios y compadrazgos cierra los caminos y ciega las oportunidades.

Basta recorrer el país, más allá de ciertos centros comerciales y de ciertos barrios residenciales, para ver la catástrofe. Y cada vez que alguien intenta modificar las cosas para que entre un poco de luz en este pozo ciego, salen unos dirigentes, que no tienen derecho a sentirse felices de la vergüenza, a predicar que el país está en peligro, que el mundo está en peligro, porque unos guerrilleros van a abandonar las armas, porque una guerra se va a acabar.

Sin embargo, creo que esa oposición ha sido útil y seguirá siéndolo. Ante una casta como la vieja dirigencia colombiana, tan indolente y tan indecisa a la hora de hacer reformas y de modernizar el país, no deja de ser útil que unos políticos anclados en el pasado, amigos sólo de las soluciones militares para todos los males, le hagan comprender que la paz es necesaria, y que hay peligros mayores.

Los adversarios del diálogo no sólo quieren que la guerra se prolongue en Colombia: parece que también quisieran llevarnos a la guerra con nuestros vecinos. Pero con esa actitud nos demuestran cuán necesario es que la guerrilla se desmovilice, que se incorpore a la legalidad, y se dispute con ideas y actitudes pacíficas los votos de la ciudadanía.

Ha terminado siendo muy útil para la paz de Colombia que el expresidente Álvaro Uribe afirme que Juan Manuel Santos, elegido por la votación más grande en la historia del país, tenía que ser su comparsa obediente. Que lleve la impaciencia y la temeridad hasta decir que el presidente de la República debería estar preso.


Tendremos que concluir que Álvaro Uribe está cumpliendo para la historia la tarea provechosa de convencer al viejo establecimiento colombiano de que más vale una democracia ampliada con oposición que una vociferante tiranía medieval y una guerra eterna.

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