sábado, 15 de junio de 2013

Las dos caras de la lucha por la democracia en Guatemala

Indudablemente, hay una disputa por la memoria y será el tiempo quien confirme cuál es la parte de verdad de cada una de las memorias que están en juego. Ojalá se haga sin que de nuevo se recurra al terror masivo y que se ponga fin a las muertes selectivas que cada semana se dan en contra de quienes se oponen al sistema imperante.

Arturo Taracena Arriola / Especial para Con Nuestra América
Desde París, Francia.

Nadie puede negar que quienes debatimos hoy en día el tema del genocidio formamos parte de una, dos y tres generaciones de guatemaltecas y guatemaltecos que hemos vivido en el clima de la violencia y que la hemos cultivado de una u otra forma. Pero, sobre todo, que hemos presenciado una época en que la violencia ha sido llevada hasta la crueldad arbitraria. Ésta trajo la muerte a miles de personas que no tenían nada que ver con el enfrentamiento entre dos ejércitos y sus partidarios, con el agravante de que es una violencia que ha estado acompañada de otras formas más insidiosas de violencia: el racismo, la explotación, las migraciones forzadas, la pobreza, la malnutrición, entre otros.

Cuando se recurre a la fuerza en un enfrentamiento, uno piensa conocer bien a su enemigo. Sin embargo, ese fue el principal error de la izquierda revolucionaria guatemalteca. Ésta jamás imaginó –a pesar de los antecedentes de la década de 1960 con el surgimiento de la práctica de los desaparecidos que ya se planteaba la estrategia de matar al adversario no sólo física sino espiritualmente-, que el Estado y sus ejecutores podrían asumir también la dimensión de desparecer física y espiritualmente de forma masiva por medio de la repetición sistemática de las masacres. Una repetición que se prolongó luego de que ese enemigo había sido derrotado militarmente.

Matar físicamente ya no les alcanzaba, pues había que dar una lección a varias generaciones de guatemaltecos. Sobre todo aquellos indígenas que por primera vez no sólo contestaban las injusticias de los finqueros y de alcaldes ladinos locales, sino las del Estado guatemalteco en general, el que de paso les negaba ser ciudadanos de primera clase al permitir la perduración del trabajo forzado, de la leva por razones étnicas, etc. Los militares y sus aliados civiles partieron de la idea de que tal forma de violencia tendría como resultado el hecho de que sus opositores terminarían por renunciar a la dignidad. En algunos casos lo lograron, pero se equivocaron al pensar que sería la actitud de mayoría de ellos. 

La respuesta de este fracaso la podemos tener en la propia historia pasada y reciente de Guatemala. Durante cinco décadas los poderes declarados y fácticos del país se han empeñado en la destrucción de los espíritus rebeldes. Pensaban y siguen pensando que la convicción en muchos de nosotros de una Guatemala diferente a la que ellos han levantado es el último obstáculo que tienen por delante para completar su victoria. Por eso se empeñan en destruir lo esencial de sus oponentes: su memoria individual y colectiva. Sin embargo, no será el odio el que triunfará mañana, sino la justicia. Una justicia precisamente fundada en la memoria de quienes hemos pensado que eran y son necesarias profundas reformas en nuestro país. Son ellos lo que se olvidan o tratan de retrasar el hecho de que la Humanidad avanza siempre por medio de reformas y que aquellos que las impiden sólo acumulan condiciones para grandes estallidos sociales, tal y como sucedió con los efectos que produjo la contrarrevolución de 1954. La fórmula de confundir la legitimidad con la legalidad se ha agotado. No es legítimo un estado de derecho construido con base en la injusticia, el sectarismo ideológico, el racismo.

Quienes apuestan por el statu quo –en cual quiera de sus formas, inclusive la disfrazada en la afirmación “ahora estamos mejor que antes”- parecen no darse cuenta que la mayoría de los guatemaltecos han vivido y viven en un mundo que no les da la posibilidad de existir dignamente, de legar seguridad a sus descendientes. Hemos visto a lo largo de estas décadas mentir, envilecer, robar, matar, expulsar, torturar, desaparecer a nombre del Estado y, cada vez que se protesta nacional o internacionalmente para que no se haga o se pare tal práctica, la respuesta ha sido ésta: es el precio para salvar la democracia y permitir que Guatemala no sea un país de vendepatrias. Una respuesta que muestra que quienes la hacen se sienten seguros de ellos mismos, convencidos de que su ideología y sus aplicaciones prácticas por medio de las leyes, la política y la prensa han tenido resultados para ellos. Una ideología excluyente, que denuncia una conspiración internacional financiada por los extranjeros y que se ve acuerpada por esa parte de la sociedad que considera inútil oponerse o protestar en la medida en que, si lo hace, la muerte y el dolor tocan a sus puertas. Una ideología que acusa de terroristas a sus adversarios, pero que ha sido construida con base en el terror. La mayor parte de los guatemaltecos están acostumbrados a vivir bajo el miedo, a jugar con sus reglas, las que se ven justificadas bajo las banderas de la apoliticidad, del anticomunismo, del racismo, etc. Los guatemaltecos pensamos y actuamos con miedo. Un miedo construido, como se sabe, con el asesoramiento internacional y a nombre de la “democracia”.

Hoy, quienes sustentan dicha ideología, se horrorizan de que se califique el comportamiento del Ejército en el País Ixil y en otras comunidades del altiplano guatemalteco como “actos de genocidio”, y, sin embargo, no dudaron en 1954 en declarar que las muertes del régimen arbencista –que las hubo-, como el genocidio perpetrado por los comunistas. Por ello publicaron en 1954 el libro Genocidio sobre Guatemala, siendo éste uno de los fundamentos para justificar las muertes sumarias y la prisión y deportación de varios miles de partidarios de Árbenz. Hoy en día, ningún miembro de la derecha guatemalteca se acuerda de este antecedente en el uso del concepto genocidio ni siquiera quienes lo sacaron a luz hace pocos años en la prensa escrita. Indudablemente, hay una disputa por la memoria y será el tiempo quien confirme cuál es la parte de verdad de cada una de las memorias que están en juego. Ojalá se haga sin que de nuevo se recurra al terror masivo y que se ponga fin a las muertes selectivas que cada semana se dan en contra de quienes se oponen a al sistema imperante y que algunos quieren extender a los que aparecemos señalados en los folletos amarillistas recientemente publicados por exmilitares. Ojalá reflexionen quienes nos piden que miremos el futuro sin preocuparnos si éste es la continuación del pasado. Definitivamente, no queremos tal futuro, sino sólo aquel que indique que el pasado de violencia estatal quedó atrás.  Que el Estado jugará esta vez el papel de fiel de la balanza entre los intereses de los diferentes sectores del país,  que se avocará a terminar con la pobreza, que hará de la soberanía su carta de presentación internacional.

1 comentario:

Eduardo Vital dijo...

Un saludo y un reconocimiento al talento de Arturo Taracena como historiador y como guatemalteco.
Mi comentario al articulo es que el Estado no es independiente de ese poder fáctico sino que ese poder ha hecho del Estado (todo el aparato Estatal) su instrumento para imponer su ideología. El ejercicio del Estado y el posible (o imposible) acceso a él está mediado por la imposición de esa clase dominante, por lo tanto, el Estado nunca podrá ser el fiel de la balanza para dirimir las diferencias entre las dos posiciones señaladas.