sábado, 19 de enero de 2013

El Salvador y el etnocidio de 1932: los orígenes de la locura

En la historia y la memoria de las luchas populares en América Central, enero es un mes doloroso por el recuerdo de una las mayores masacres del siglo XX en nuestro continente: la matanza de Izalco, en El Salvador, en 1932. En esta edición, publicamos un ensayo que analiza tres perspectivas de interpretación de ese macabro acontecimiento: la crisis de la república liberal oligárquica, la relación entre imperialismo y (anticomunismo) y la “etiqueta” indio/comunista en la construcción del enemigo interno de las élites salvadoreñas.

Vea aquí el documental: "1932: cicatriz de la memoria", de Jeffry L. Gould y Carlos Henríquez Consalvi

Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica

“…Hubo masacres, asesinatos en masa. Hubo el despertar de la fiera que no se saciaba en una sola noche; que pedía víctimas fueran o no culpables; que necesitaba horrorizar al país, sembrar la muerte…”
Juan de Izalco (Repertorio Americano, 1944)[1].

La matanza de Izalco: punto de inflexión en
la historia de El Salvador en el siglo XX.
En su poemario Las historias prohibidas del pulgarcito, Roque Dalton (1935-1975) escribió: “Todos nacimos medio muertos en 1932 / sobrevivimos pero medio vivos / cada uno con una cuenta de treinta mil muertos enteros / que se puso a engordar sus intereses sus réditos / y que hoy alcanza para untar de muerte / a los que siguen naciendo / medio muertos  / medio vivos[2]. Pocas aproximaciones podrían ser tan precisas y ricas en su carga simbólica, y en su dolor contenido, como esta con la que el poeta describió el etnocidio perpetrado ese año en El Salvador, también conocido como la matanza de Izalco[3], y que representó un punto de inflexión en el devenir de este país: el más pequeño pero, a su vez, el de mayor densidad de población de Centroamérica[4].

La masiva sublevación de trabajadores y campesinos predominantemente indígenas, que inició el 22 de enero de aquel año en los departamentos de Sonsonate y Ahuachapán, tras la anulación de las elecciones de diputados y alcaldes –efectuadas a principios de ese mes- en las que el joven Partido Comunista obtuvo importantes triunfos, junto con la consecuente represión ejecutada por el ejército al mando del General Maximiliano Hernández  Martínez (quien había llegado al poder mediante un golpe de Estado en 1931, contra el presidente reformista Arturo Araujo), ocupan un lugar central en la comprensión de los complejos procesos políticos y sociales que experimentó El Salvador a lo largo del siglo XX. 

Las acciones de violencia, persecución y exterminio étnico aplicadas indistintamente por militares y milicias civiles (guardias cívicas) al servicio de los terratenientes, fueron la expresión más evidente del fracaso de las élites salvadoreñas en sus intentos de afirmación hegemónica de un Estado con pronunciados rasgos oligárquicos, racistas y autoritarios.
 
La aniquilación del otro mediante procesos sumarios, casi como un conjuro de las pesadillas oligárquicas encarnadas en los indígenas, los campesinos y los dirigentes comunistas, se convertía ya en una política de Estado. Mientras, por un lado, los alzados se hacían con el control de pueblos y cuarteles en la zona cafetalera suroccidental del país,  armados solo con machetes, palos y escaso armamento, por el otro, “el gobierno detenía y fusilaba a los dirigentes del recién nacido Partido Comunista [1930], encabezados por Farabundo Martí. La represión que siguió a la revuelta tuvo un saldo de víctimas estimado entre 10.000 y 30.000 muertos”.[5]

Llevada por la insurrección a un punto en que vio amenazadas las bases de su dominación, la oligarquía cafetalera “se cobró con el genocidio el horror que padeció durante algunos días ante el empuje de las masas trabajadoras”[6]. Apoyándose en las Guardias Cívicas, embrionarios escuadrones de la muerte,  el ejército salvadoreño inició “la eliminación sistemática de miles de personas, en su mayor parte indígenas y campesinos, que parecían sospechosas de haber participado en el alzamiento o de ser simpatizantes”.[7]

Desde una perspectiva histórica y literaria, Eduardo Galeano retrata así ese ajuste de cuentas que estaba implícito en los principales hechos de la Matanza:

“Estalla el pueblo el mismo día que estalla el volcán Izalco. Mientras corre la lava hirviente por las laderas y las nubes de ceniza cubren el cielo, los campesinos rojos asaltan cuarteles a machete limpio en Izalco, Nahuizalco, Tacuba, Juayúa y otros pueblos. Por tres días ocupan el poder los primeros soviets de América. Por tres días. Y tres meses dura la matanza. Farabundo Martí y otros dirigentes comunistas caen ante pelotones de fusilamiento. Los soldados matan a golpes al jefe indio José Feliciano Ama, cabeza de la rebelión en Izalco; después ahorcan el cadáver de Ama en la plaza principal y obligan a los niños de las escuelas a presenciar el espectáculo”.[8]

Con más precisión aún, Rafael Lara Martínez desnuda  la cuestión de fondo que subyace a la violencia militar-oligárquica del etnocidio en estos términos: “(anti)comunismo es excusa para expresar y ocultar la etnicidad indio-ladino, en un país con veinticinco por ciento de población indígena. (…) Guiados por la sinonimia indio-comunista, 1932 nos señala un capítulo dentro del largo proceso de destrucción de las Indias Occidentales (…) Por el etnocidio, el imperialismo da paso a la ley del Imperio, a la única esfera política de entendimiento humano. (…) La ley se escribe en la piel de los insubordinados”.[9]

Resulta evidente, pues, que a inicios de la década de 1930 El Salvador vivía un complejo panorama de disputas políticas  y culturales, entre estas el encubrimiento de lo indígena en la sociedad y la nacionalidad salvadoreña, que venían manifestándose con intensidad creciente desde el decenio anterior, y que desembocarían en su punto más álgido, años más tarde, en la Guerra Civil de los años 1980, al costo de millares de víctimas entre combatientes de ambos bandos y la población civil.

Como lo señaló el Informe de la Comisión de la Verdad que investigó las violaciones flagrantes a los derechos humanos en este conflicto, la sociedad salvadoreña había alcanzado el paroxismo de la locura[10].  Rastrear los orígenes de esa locura exige buscar mucho antes del inicio de la guerra, más de 60 años atrás: no para desentrañar en la matanza causas inmediatas  del conflicto armado, sino el germen de problemáticas que solo al cabo del tiempo alcanzarían sus contornos definitivos.

Es por eso que  nos parece conveniente  analizar el etnocidio de 1932 desde un marco de interpretación y contextualización amplio, que muestre los múltiples factores  -histórico-políticos, económicos, sociales, geopolíticos y especialmente étnicos- que se conjugaron en el desenlace de los acontecimientos. Tomando en cuenta lo anterior, en este artículo nos proponemos exponer tres perspectivas de interpretación –por cierto, no las únicas posibles- sobre la Matanza de 1932.

CRISIS DE LA REPÚBLICA LIBERAL OLIGÁRQUICA

Un primer aspecto a considerar  es el que relaciona el etnocidio con la situación política y económica de El Salvador en el escenario de la crisis del liberalismo oligárquico centroamericano de principios de los años treinta.

Como se sabe, el liberalismo en Centroamérica encontró su período de auge en las décadas finales del siglo XIX cuando, bajo la égida de los principios de orden, progreso y laissez faire, una nueva generación de élites vinculadas a Europa por sus negocios de agroexportación (café, primero, y más tarde banano) y por la emulación de sus patrones y modelos culturales y estéticos, emprendieron una serie de reformas políticas tendentes a forjar Estados-nación modernos (lo que supuso la invención de la identidad nacional[11]), con sistemas políticos republicanos y constitucionales. Estas reformas perseguían el objetivo de ajustar, de alguna manera, el tiempo de las sociedades centroamericanas –todavía organizadas según los grandes ejes de la administración colonial- al tiempo de la modernidad europea, y más específicamente, de los circuitos comerciales de la economía-mundo.

De tal suerte, los liberales promulgaron constituciones y leyes que definieron los límites del poder estatal centralizado, afectaron las formas de propiedad  y tenencia de la tierra, y regularon la explotación de la mano de obra. Además, crearon y fortalecieron instituciones que articularon los nuevos tipos de relaciones sociales y económicas requeridas por el emergente capitalismo-periférico, y disciplinaron la cultura popular según los cánones hegemónicos del nuevo orden. En la práctica, esto provocó el desplazamiento de las fuerzas y caudillos conservadores y de la Iglesia Católica, sectores que había acumulado mucho poder durante las décadas previas. Pero no fueron los únicos perdedores. Al respecto, Elizabeth Fonseca señala:

El orden y el progreso, tal y como eran entendidos por los liberales, tuvieron un alto costo social y político, porque la mayor parte de la población centroamericana fue excluida de sus beneficios, y más bien tuvo que realizar grandes sacrificios. Tal fue, principalmente, el caso de los indígenas y del campesinado ladino, quienes debieron aceptar la abolición de las tierras comunales y fueron compelidos a dar prestaciones forzosas de trabajo”. [12]

Ahora bien, las primeras cuatro décadas de la historia centroamericana en el siglo XX, que nos interesan particularmente en este análisis, pueden estudiarse bajo el signo de lo que se denomina como crisis de la república liberal oligárquica y, en particular, de su modelo agroexportador, el cual propició un crecimiento económico empobrecedor, es decir, que producía riqueza pero la concentraba en una sola clase social en detrimento de las otras. 

El desarrollo de este modelo en la región tuvo como resultado la formación de sociedades caracterizadas por, al menos, cuatro rasgos esenciales: la concentración de poder en manos de las nuevas elites (terratenientes, empresarios cafetaleros, comerciantes, banqueros y burócratas), la expropiación ilegítima del campesinado indígena, la violencia de las instituciones políticas y la polarización social[13].

En el caso de El Salvador, Pérez Brignoli[14] señala que las razones de esa polarización deben buscarse “en la expropiación completa de las comunidades indígenas y ladinas, una población densa y concentrada, y un proceso de aculturación más avanzado ya desde la época colonial”, lo que permite comprender por qué la reacción de los terratenientes y oligarcas, a través de la matanza, fue “más rápida, violenta y articulada que en cualquiera de los demás países” centroamericanos.

En general, se trató de un período en el que la división internacional del trabajo impuso las condiciones de existencia de Centroamérica en el sistema mundial del comercio, a saber, como región productora de café y banano, y receptora de capital extranjero, con todo lo que esto implicaba en la configuración de las relaciones sociopolíticas a lo interno de cada país. Como lo describe Alcides Hernández:

“estos países se especializaron en la producción de productos de alta productividad y se alinearon con la tesis de las ‘ventajas comparativas’, consistente en la reducción de costos mediante la explotación de la abundante fuerza de trabajo y de las condiciones naturales del suelo y del medio tropical. Las condiciones productivas fueron complementadas con el concomitante ambiente político, el que fue moldeado y adecuado a las exigencias de los grupos económicos que controlaban el proceso de producción de estos bienes”.[15]

No sorprende, entonces, que al sobrevenir la crisis económica del sistema capitalista mundial de 1929, en Centroamérica se abriera “un largo paréntesis de estancamiento económico y social con agudos efectos sobre el sistema político”, exacerbado por  la rigidez de este último y el reforzamiento de la dominación oligárquica[16].

Los términos del intercambio comercial alcanzaron su punto más bajo precisamente en el año de la Matanza  y no se verificaría una recuperación sino hasta finalizada la Segunda Guerra Mundial. Edelberto Torres-Rivas señala que  en el período comprendido entre 1930 y 1945, en general, no aumentó ni la capacidad productiva interna ni se diversificó la exportación, y los precios del café sufrieron durante los años 30 el descenso más violento y persistente de toda su historia[17]. Lo dicho ilustra cabalmente la situación de estancamiento antes señalada y que, con diferencias relativas, configuró un panorama de desempleo, reducción del comercio en las ciudades, crisis agraria, abandono de los cultivos, desalojo de tierras y desocupación campesina en toda la región.

En El Salvador, la falta de mecanismos alternativos de compensación  ante la crisis y las erráticas decisiones políticas del Estado, se conjugaron para intensificar el malestar social de los trabajadores urbanos y rurales, desde la década de 1920 y hasta el levantamiento de 1932. La caída del 85% de las exportaciones de café, y sus consecuencias en los años posteriores a 1929, desnudaron la dependencia y vulnerabilidad de la economía salvadoreña, y de modo particular, el carácter autoritario y represivo de las relaciones laborales en el país. Sobre esta problemática, Salazar Valiente dice:

“Desde los años 1929 y 1930 la lucha de clases, la agitación popular, la desesperación, se intensifican, por los efectos de la crisis. Se agudiza la desocupación. Se generaliza la falta de pago de salarios. La miseria llega a niveles extremos. La provocación de algunos finqueros contribuye a agravar el malestar del pueblo. Los choques entre los proletarios y semiproletarios rurales y la Guardia Nacional menudean y presagian graves acontecimientos”.[18]

Por otra parte, lo que se revelará como el fracaso de los liberales en la conformación de Estados-nación homogéneos –con la excepción de Costa Rica- y la persistencia de sociedades fragmentadas y, en buena medida, segregadas culturalmente, trajeron nefastas consecuencias para los pueblos centroamericanos. En términos políticos, por ejemplo, eran frecuentes el fraude electoral, la exclusión de amplios sectores de la población de la participación política, la violación de las garantías individuales y de asociación, los golpes de Estado, las dictaduras y el uso de las fuerzas policiales y los ejércitos para contener el descontento social[19]. Así, la década de 1930 se convirtió en la antesala de las dictaduras militares que desolarían estas tierras por más de 50 años. Al respecto, explica Hernández:

“Las similitudes entre la política del fascismo en Europa y el comportamiento de los caudillos del istmo, han sido observadas por los analistas del mundo. León Cortés en Costa Rica (…) exhibió marcados sentimientos pro nazi y seleccionó a un alemán, Max Effinger, como uno de sus principales asesores. Las camisas azules de Somoza [Nicaragua], fueron una copia consciente de las Camisas Negras de Mussolini; los gobiernos de Ubico [Guatemala], Martínez [El Salvador] y Somoza, se encontraron entre los primeros en reconocer a Franco en España”. [20]

En un contexto socioeconómico y político como el antes descrito, cada vez más dominado por la confrontación, la pobreza  y el desempleo, la excepción a las formas políticas autoritarias del liberalismo salvadoreño fue un corto paréntesis democrático-electoral con los gobiernos de Pío Romero Bosque (1927-1931) y de Arturo Araujo (enero a diciembre de 1931). Ambos sufrieron la contradicción entre su origen de clase –burguesía agraria- y sus ideas y práctica política,  que dieron mayor espacio de participación a algunos sectores sindicales, clases medias e intelectuales, pero no a los indígenas. Entre los intelectuales destacó,  junto al presidente Araujo,  Alberto Masferrer y su doctrina del Minimum vital, en la que proponía “un límite para el que domina y atesora, y un mínimo de necesidades que el trabajador debe tener satisfechas (vivienda, justicia, salario adecuado)”[21].

Para Araujo, sin embargo, el mandato sería fugaz. El sombrío escenario de la crisis económica y su impacto en los sectores rurales; la represión de las luchas indígenas, campesinas y urbanas, en las que ya participaba el Partido Comunista; la imposibilidad de hacer frente al pago de los salarios de los empleados estatales y militares; y la pérdida definitiva del volátil apoyo de la burguesía cafetalera y terrateniente, crearon las condiciones para que un sector de las Fuerzas Armadas se sublevara y llevara al poder al Secretario de Guerra: el general Hernández Martínez, “un teósofo ladino, especialmente adiestrado en el arte teatral (…), un criminal y frío genocida[22]. En diciembre de 1931, la situación del gobierno de facto era esta:

“El nuevo gobierno surgido del golpe de estado necesita el apoyo de la burguesía y los terratenientes, el reconocimiento de los Estados Unidos (ningún país ha reconocido el régimen), la eliminación de toda posibilidad de que regrese al país el presidente constitucional Araujo, la liquidación de la lucha obrero-campesina y la implantación del ‘orden’. Hernández Martínez se propone lograr tales objetivos mediante un funesto plan, cuyo punto central consiste en masacrar a la población, principalmente del campo [y por lo tanto, indígena], y sembrar el terror”. [23]

Desde esa perspectiva instrumental, la matanza cumplió sus objetivos, puesto que tras un impasse de desconcierto colectivo por lo ocurrido entre enero y febrero de 1932, “la burguesía, como clase en su totalidad, los terratenientes y amplios sectores de las capas medias, que antes se identificaban con las luchas agrarias y el movimiento obrero, le dan un respaldo contundente al dictador en ciernes”.[24]

Además, el etnocidio tuvo  un efecto  de demostración para los grupos dominantes de Centroamérica, a quienes la potencialidad de las masas insurrectas alertó sobre la necesidad de actuar para evitar que el levantamiento salvadoreño tuviese un efecto multiplicador en los demás países (recuérdese que, por entonces, en Nicaragua se encuentra en curso la guerra de liberación nacional comandada por Augusto César Sandino, contra la ocupación estadounidense). A partir de la masacre, todas las élites gobernantes reaccionaron, aunque de  muy diversas maneras, para garantizar la defensa del orden liberal agonizante, a saber, el de lo que Pérez-Brignoli define como “un inmenso monólogo de las clases dominantes consigo mismas”[25].

Así, mientras en Guatemala, en 1933, el gobierno del general Ubico ordenó el fusilamiento de centenares de dirigentes sindicales, políticos y estudiantes, acusados del delito de agitación social; en Nicaragua, en cambio, la oferta de tierras a los campesinos que combatieron con Augusto César Sandino en la lucha contra los marines estadounidenses fue uno de los factores que permitieron la pacificación del país en 1934 (antes del asesinato del líder nacionalista y antiimperialista); y en Costa Rica, ese mismo año, una huelga masiva de trabajadores bananeros de la United Fruit Company (UFCO) obligó al gobierno a negociar una salida institucional al conflicto. Sin embargo,  más allá de los matices, “en última instancia los gobiernos centroamericanos procedieron con el más puro instinto oligárquico”[26].

IMPERIALISMO Y (ANTI)COMUNISMO EN LA COYUNTURA DE 1932.

La segunda dimensión interpretativa es  la que asocia los hechos de 1932, en especial su marcado anticomunismo, con las tendencias y características con que se expresó el proyecto imperialista de los Estados Unidos en América Central y el Caribe, en el período que va de la guerra hispano-cubana-estadounidense a la Segunda Guerra Mundial. En este tiempo, la progresiva penetración del capital extranjero norteamericano desplaza al capital británico y asume, de esta manera, el control fáctico de la economía regional y de sus sistemas políticos.

Como lo reseñamos antes, las élites centroamericanas hicieron de  la solución anticomunista –ese artefacto de encubrimiento y aniquilación de la diversidad y pluralidad en nuestras sociedades- un efectivo mecanismo de preservación del statu quo y de las grandes coordenadas  geopolíticas en las que ya se inscribía la región desde principios del siglo XX, granjeándose así el reconocimiento y apoyo de los Estados Unidos, en momentos en que el enfrentamiento entre el occidente capitalista y la amenaza internacional del comunismo soviético atizaba el conflicto ideológico continental.

En el discurso oficial, la furiosa represión militar-oligárquica contra indígenas, trabajadores y dirigentes políticos fue justifica en la necesidad de contener dos nuevos referentes de las movilizaciones populares durante las décadas de 1920 y 1930: el antiimperialismo y el comunismo, que cobran inusitado auge en Centroamérica, y en América Latina, en general. Recuérdese que en estos años se fundan los partidos comunistas de Argentina (1918), México (1919), Uruguay (1920), Brasil (1921), Chile (1922), Cuba (1925), Perú (1929), El Salvador (1930) y Costa Rica (1931)[27].

Gracias al despliegue intelectual y político de figuras como el chileno Luis Emilio Recabarren, el cubano Julio Antonio Mella, el peruano José Carlos Mariátegui o el salvadoreño Agustín Farabundo Martí, y a sus aportaciones específicas al pensamiento latinoamericano desde el marxismo-leninismo, “se colocó en un primer plano el problema del estado y la burguesía; el del imperialismo y el capital monopólico; el del estado imperial, el poder, la liberación nacional y la revolución social; el de un nuevo estado de base obrera y campesina, de una economía socialista y hegemonía proletaria”.[28]

En  Centroamérica, las luchas antiimperialistas se expresaron, además, con un marcado perfil antioligárquico, dadas las condiciones políticas, económicas y culturales de la formación de nuestras sociedades, y bien puede afirmarse que configuraron un auténtico clima de época, estimulado por la gesta liberadora del Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua, comandado por Sandino entre 1927 y 1934:  la épica del pequeño ejército loco involucró en una misma causa e identidad (nacionalista-latinoamericanista-antiimperialista), aunque no por ello exenta de conflictos y limitaciones, a combatientes internacionalistas, intelectuales, trabajadores, sectores de clase media, organizaciones políticas y numerosos comités de apoyo de muy variado origen social en toda América[29].

El Salvador no fue ajeno a este proceso. Aldo Lauria y Jeffrey Gould aportan valiosos elementos para bosquejar un retrato del antiimperialismo salvadoreño, pues sostienen que el intervencionismo estadounidense en la región “contribuyó significativamente al surgimiento de discursos y organizaciones reformistas y revolucionarias”;  además, destacan que los obreros y estudiantes lograron “vincular el nacionalismo y antiimperialismo con otras luchas relacionadas con salarios, alquileres, tarifas eléctricas, préstamos extranjeros y tarifas de ferrocarril más favorables”, al punto de que “miles de salvadoreños provenientes de diversos sectores asistieron a las marchas antiimperialistas convocadas por el movimiento, que para 1929 mostraba una clara conexión con las organizaciones de izquierda”.[30]

No en vano Pablo González Casanova, en su clásico estudio sobre el imperialismo y las luchas de liberación de los pueblos latinoamericanos,  destaca el levantamiento popular de 1932 como el primer intento de una insurrección antioligárquica y antiimperialista, caracterizada por “un fenómeno real de acercamiento y acción común de los peones de las plantaciones, los indios, los obreros y los comunistas”[31].

Ahora bien, la inserción de El Salvador en el proyecto imperialista había iniciado prácticamente desde principios del siglo XX, luego de que el triunfo en la guerra contra España (con la consecuente apropiación de Cuba y Puerto Rico) elevó a los Estados Unidos a la categoría de potencia hegemónica en el continente. El mecanismo fue la penetración del capital estadounidense, que permitió que entre  1913 y 1930 sus inversiones en el país centroamericano pasaran de 3 millones de dólares a 34,7 millones de dólares[32].  Esto implicó, a su vez, una mayor dependencia de la economía salvadoreña con respecto de la economía norteamericana. Así, por ejemplo, entre 1913 y 1920, las exportaciones  salvadoreñas al mercado estadounidense registraron una importante caída: pasaron del 28,4% al 4,2% del producto exportado; en cambio, las importaciones crecieron de 40,4% a un 61,9%[33]. Es decir, en la medida en que El Salvador abría sus puertas al capital extranjero, su economía nacional  experimentaba un franco debilitamiento, lo que supuso, con el paso del tiempo, una subordinación cada vez mayor del Estado oligárquico y de la burguesía agraria a los intereses geopolíticos y económicos de los Estados Unidos.

El cambio en el dominio hegemónico sobre Centroamérica, que pasaba del imperio británico al imperio estadounidense, estaba en camino de consumarse: entre 1913 (un año después de la ocupación de Nicaragua por parte de los marines) y 1929,  “las exportaciones hacia los Estados Unidos se incrementaron cualitativamente, mientras las exportaciones desde ese mismo país hacia Centroamérica se duplicaron. En el caso de El Salvador, las importaciones de los Estados Unidos se cuadruplicaron”.[34]

Como puede apreciarse, se trata de un período clave en el desarrollo del imperialismo y sus formas de control e intervención en América Latina: de 1890 a 1914, Estados Unidos ha consolidado su base industrial y económica;  y a partir de 1914 y hasta 1929, el ascenso de su dominación será inobjetable, merced al desarrollo de los grandes monopolios, el despegue de su sistema financiero y las inversiones directas como instrumento de control sobre nuestros países[35].

En el caso de Centroamérica y el Caribe, su destino se vinculará irremediablemente a los dictados de la política exterior norteamericana. En 1918, mientras Estados Unidos ejercía un control colonial sobre Cuba y Puerto Rico, administraba el Canal de Panamá y ocupaba Nicaragua, Haití y República Dominicana, el historiador norteamericano Dana G. Munro apuntaba que, a partir de entonces, para la potencia imperial sería imposible permanecer indiferente“cuando complicaciones internacionales amenazan con afectar la situación militar o el estado político de los países cercanos a estas posesiones. La doctrina Monroe, como aplicación a los trópicos americanos, se ha vuelto, en consecuencia, más que nunca, una indispensable política nacional”.[36]

Una década después de que Munro escribiera estas líneas, el capital estadounidense ya estaba presente con gran fuerza en El Salvador, en inversiones en minería de oro y plata como la Butters Salvador Mining Co., la New York Mining Co., la Compañía Minera de Oriente y la Compañía Minas Montecristo Inc. S.A. Además, en la construcción de ferrocarriles que formaban parte de un ambicioso proyecto continental que databa de 1891: por un lado, el desarrollo de una vía férrea  íntimamente relacionada con la construcción de un canal interoceánico en Nicaragua y el establecimiento de una base naval en el Golfo de Fonseca; y por el otro, “la búsqueda de una salida al Atlántico, empalmando con el ramal Guatemala-Puerto Barrios, manejado por la compañía norteamericana International Railways of Central America en el cual la UFCO tenía un 43 por ciento de las acciones”.[37]

En El Salvador, al igual que en el resto de América Latina, las élites gobernantes, empresariales y de la vieja oligarquía agraria,  fueron –y lo son todavía- los principales agentes de la integración al imperialismo. Así que era normal que esas concesiones se otorgaran a algunos de los prominentes hombres de negocios salvadoreños, que después desaparecían de las juntas directivas y las listas de accionistas para ser sustituido por inversionistas extranjeros. 

Paralelo a este fenómeno de penetración del capital norteamericano y su maridaje con las burguesías criollas, en El Salvador se registró un aumento en los niveles de corrupción y concentración de la tierra y el dinero, lo que generó un creciente malestar entre la población. Como explica Fumero, “el descontento con las políticas entreguistas al capital extranjero se reflejó en la formación de diversos movimientos sociales que fueron reprimidos por la ‘Liga Roja’, una organización paramilitar cuyo objetivo fue controlar la oposición al régimen [la dinastía de los Quiñones Meléndez, que gobernó de 1913 a 1927] por medio de la violencia y el terror”[38].

Paulatinamente, ese malestar adquirió formas de organización más complejas, especialmente entre los obreros, ya que las organizaciones rurales-campesinas fueron prohibidas y reprimidas sistemáticamente (en el campo, la resistencia se articuló a partir de núcleos más tradicionales, como las cofradías indígenas); pero en general, un amplio movimiento  popular ganó en fuerza social y en conciencia política desde de la década de 1920, que “fue testigo de la ruptura de los pocos lazos paternalistas que unían a la población rural pobre con los terratenientes y agricultores más acaudalados”.[39]

En 1924, por ejemplo, con amplia participación de sindicatos y de artesanos, jornaleros de las ciudades, ferrocarrileros y peones de las plantaciones cafetaleras,  se fundó la Federación Regional de Trabajadores de El Salvador, que a su vez era parte de la Confederación Obrera Centroamericana. En pocos años, la Regional –como se le conoció- desarrolló una política de reivindicaciones sociales y económicas que le atrajo numerosos agremiados, a partir de lo cual logró proyectarse a nivel nacional. En este contexto, afirma Salazar Valiente, “la lucha de clases de los años veinte, que desde un principio se inscribe en el movimiento mundial de la clase trabajadora, crea las condiciones para la fundación del Partido Comunista Salvadoreño, que tiene lugar en marzo de 1930”.[40]

El nuevo partido se forjó bajo el liderazgo de Agustín Farabundo Martí, quien ya en 1925 había fundado el Partido Socialista Centroamericano y, más tarde, se desempeñó durante algunos años como secretario personal de Sandino en su guerra antiimperialista y de liberación nacional en Nicaragua. En poco tiempo, los profundos desencuentros del novel Partido Comunista con los gobiernos reformistas y la élite agroexportadora y comercial, provocaron una escalada en la crisis política de El Salvador, lo que preparó el escenario para el golpe de estado del General Hernández Martínez.

De esta manera, con la ruptura del orden constitucional y la trampa de unas elecciones amañadas donde todos los triunfos del Partido Comunista fueron anulados;  con la detención y fusilamiento de los principales dirigentes comunistas (entre ellos el propio Martí y los universitarios Alfonso Luna y Mariano Zapata), y la provocación permanente del gobierno hacia las masas hambrientas y desempleadas, todos los elementos para desatar la matanza estaban preparados. González Casanova ofrece en una acertada síntesis de la situación:

“La oligarquía y el imperialismo se prepararon para la guerra de clases (…). El dictador se afanó en exacerbar deliberadamente al pueblo para llevarlo a una batalla que tenía de antemano perdida. En provocación calculada hizo asesinar a un famoso dirigente. La provocación tenía como meta el genocidio (…). ‘Los campesinos habían llegado a un estado de desesperación tal, que aún los líderes más queridos no podían encauzar correctamente las variadas muestras de espontaneidad que  afloraban día a día’. El dictador se negó a todo acuerdo posible. En un intento de aplacar su ira, los líderes [del Partido Comunista] lograron entrevistar al secretario particular y éste les contestó con burla aciaga, en una miserable teatralización del destino: ‘lo que procede es enfrentar la situación. Si los guardias y soldados tienen fusiles que disparar, también los trabajadores tienen machetes que desafilar’”.[41]

Si bien en la historiografía y los estudios políticos salvadoreños y latinoamericanos se ha verificado un amplio debate en torno al papel que desempeñó el Partido Comunista en la coyuntura de 1932,  especialmente entre quienes sostienen opiniones a favor y en contra de las posibilidades reales de  emprender una revolución en aquellas condiciones, aquí coincidimos con la interpretación que pone énfasis en el desbordamiento al que se enfrentó el Partido en los meses previos al etnocidio. Es decir, la dirigencia comunista fue avasallada: por un lado, por la incontrolable  insurrección popular, campesina e indígena; y por el otro, por los planes militares, la reacción oligárquica y el apoyo estratégico del imperialismo. En ese sentido, resaltamos las palabras de Salazar Valiente cuando asegura que aunque el Partido “había realizado serio trabajo político en sectores del pueblo y aun en algunos segmentos del ejército, en el momento decisivo no le quedó otra alternativa que decidirse a acompañar a las masas en el holocausto”.[42]

Asimismo, es necesario hacer hincapié en el uso político y criminal del anticomunismo por parte del general Hernández Martínez: no solo porque se apeló al peligro rojo para barnizar de legítima y necesaria la matanza, sino porque proveyó el elemento geopolítico indispensable para buscar el reconocimiento político del gobierno golpista por parte de los Estados Unidos.

Este artilugio fue denunciado tan temprano como en febrero de 1932, cuando el escritor costarricense Octavio Jiménez publicó una de sus Estampas en la revista Repertorio Americano, en la que, a partir de la información que circulaba por medio de las agencias cablegráficas, advirtió lo siguiente:

“Lo de comunistas es la invención del Gobierno para justificar fuera de El Salvador la matanza. Leamos los relatos de los sucesos. ¿Quién no adivina por ellos que la consigna de las tropas era ametrallar a cuanto trabajador, a cuanto campesino apareciera y por los poblados y los campos? Abultar, hacer sentir en el exterior que el país estaba amenazado de la destrucción planeada por los comunistas. Presentar al Gobierno lleno de resolución firme de acabar con el brote comunista. (…) El Gobierno de El Salvador o sus consejeros (…) han debido contar todos por igual con el temor nacido en el Departamento de Estado con la aparición del comunismo salvadoreño”.[43]

Un apunte final sobre el tema nos muestra que, más allá de los pulsos diplomáticos, la matanza fue tolerada y debidamente tutelada por la potencia imperial. Tres días antes de la insurrección, mientras se preparaba el asesinato masivo de miles de salvadoreños por el delito de sufrir hambre, defender ideas políticas o ser indígenas en una sociedad culturalmente esquizofrénica, tres buques de guerra fondearon en el puerto de Acajutla a la espera del fatal desenlace: “el ‘Rochester’ norteamericano, el ‘Skeene’ y el ‘Vancouver’, ingleses. Los barcos habían estado todo el tiempo listos para intervenir en caso de que los militares mestizos fallaran en la guerra de ametralladoras y machetes. Al triunfo de Maximiliano Hernández se retiraron”. [44]

EL INDIO/COMUNISTA: LA INVENCIÓN DEL ENEMIGO INTERNO.

La última perspectiva de nuestro análisis destaca el trasfondo indígena que subyae a la masacre salvadoreña, lo que se advierte tanto en las razones invocadas por sus ejecutores (militares/oligarquía/imperio), como en los relatos y discursos que se elaboraron para justificarla, para silenciar su memoria o para impugnar la barbarie. Consideramos que un eje conductor que debería orientar todo acercamiento a los hechos de 1932 es la tesis en la que coinciden varios investigadores, y que Virginia Tilley expone con claridad cuando sugiere que  la matanza no debe ser vista solo como:

una revuelta campesina con un ángulo racial sino como la última convulsión de la rebelión indígena contra el colonialismo. Para 1931 los indígenas estaban perdiendo rápidamente sus parcelas, su ingreso de subsistencia e incluso las modestas compensaciones del clientelismo ladino, al mismo tiempo que el sistema de peonaje por deudas transfería la tierra a los ladinos. El movimiento comunista solamente proporcionó el fósforo que dio fuego a este material combustible de resentimiento étnico[45].

No obstante lo anterior, solo hasta fechas muy recientes las nuevas investigaciones, con base en un intenso trabajo de recolección de fuentes escritas y testimoniales olvidadas, se han ocupado del asunto haciendo énfasis en el problema indígena y cultural de El Salvador para los años 1920 y 1930. Es probable que el peso de la dicotomía capitalismo/comunismo, que cobró sus víctimas en el occidente salvadoreño, haya influido a través del tiempo en el tratamiento del tema. Restituir el lugar primordial de la cuestión indígena en el estudio de la masacre nos parece fundamental, no solo por una evidente deuda con la memoria histórica, sino por la necesidad de hacer visibles a los invisibles que, a lo largo de la historia de nuestros pueblos, han soportado el peso mayor de los rigores y abusos de la dominación.

Si bien las narraciones sobre 1932 son diversas, y sus acentos están determinados por la naturaleza de las fuentes, su perspectiva ideológica y el registro desde el cual se relata lo sucedido,   cuatro hechos nos parecen significativos en tanto revelan el contexto cultural y étnico que se vivía entonces. Uno, que donde primero se denunció la barbarie cometida contra poblaciones indefensas fuese en Costa Rica, en la revista Repertorio Americano, y no El Salvador, donde la aparente amenaza comunista y la manipulación de los reportes de noticias, operaban como elementos totalizadores para formular cualquier explicación  de lo ocurrido.

A Octavio Jiménez le cabe el mérito de ser “el primer centroamericano que denunció la matanza de civiles indefensos”[46], pues aunque a través de sus Estampas inicialmente se solidariza con la situación política de El Salvador posterior al golpe de Estado (diciembre de 1931), en tanto entiende que allí se libra una batalla contra el imperialismo norteamericano, que amenaza con no reconocer al gobierno de facto, luego rectifica su posición y, entre enero y febrero de 1932, escribe:

“¿Quién tendrá memoria mañana de la matanza de El Salvador?  (…) Es necesario ser honrado y no desorientarse. En El Salvador ha ocurrido un crimen grande. Pensemos seriamente en lo que significa ametrallar poblaciones desarmadas (…). Contra un pueblo que nadie sabe si en realidad se amotinó o se le arreó al matadero, lanzaron la soldadera estúpida para que destruyera, para que hiciera héroes de unos muñecos adueñados del Poder. Cuando las generaciones futuras revisen la historia de El Salvador pasarán por estas páginas de Febrero de 1932 con dolor e indignación. En el relato de tanto crimen no puede el espíritu honrado dejar de dar su juicio severo y condenatorio”.[47]

El segundo hecho es la invención de etiqueta identitaria –y estigmatizadora- indígena/comunista y viceversa, que funciona en el contexto salvadoreño como categoría de interpretación política. Lara Martínez sostiene que “en gran variedad de documentos de la época, indio y comunista son términos sinónimos. (…) Todo discurso que comienza incriminando a los comunistas, acaba por implicar a los indígenas[48].

Sin embargo, la falsedad de este razonamiento, realizado desde las estructuras del poder, ha quedado en evidencia con los últimos hallazgos, que sugieren una influencia más bien relativa del Partido Comunista en la movilización indígena, y en contraposición, factores como los conflictos culturales entre indígenas y  ladinos cobrarían importancia. Por ejemplo, Lauria y Gould consideran que:

“Particularmente en las zonas en las cuales los indígenas y ladinos vivían unos al lado de otros, la movilización generalmente parecía ser un movimiento indígena, y tras la insurrección, los ladinos pobres se convertían en reclutas voluntarios de las fuerzas de represión. En otros lugares, tales como extensas regiones de los departamentos de Ahuachapán y La Libertad, la evidencia sugiere que los procesos históricos de concentración de la tierra y relaciones laborales fomentados por el auge cafetalero, así como las formas peculiares de conciencia de los exmiembros de las comunidades indígenas, crearon una apertura hacia las alianzas con los militantes izquierdistas”[49].

Igualmente, aseguran que en el suroccidente de El Salvador, la zona rebelde más importante durante 1932, “encontramos que el patriarcado indígena se enfrentó con el problema del creciente contacto, en ocasiones coercitivo, del terrateniente ladino con las mujeres indígenas. Es más, la violencia era una dura realidad que la familia campesina y la vida comunitaria enfrentaban, predisponiendo a los campesinos a responder violentamente ante amenazas o enfrentamientos”.[50]

Otro elemento a considerar, según lo refieren estos autores, es la actuación de las organizaciones culturales indígenas, como Los Abuelos en Nahuizalco, dedicadas a  proteger las tradiciones, la autonomía política y las tierras de propiedad comunal, y que entraron en contacto con organizaciones de izquierda –como el Socorro Rojo Internacional- desde los años 1920. De esta manera,  “aunque los militantes de izquierda no apoyaban las demandas específicamente en pro de los indígenas, su atractivo se basaba en sus formas no racistas de interacción diaria y en su lenguaje amplio, igualitario y emancipatorio, que los indígenas interpretaban como apoyo a sus derechos políticos, económicos y culturales”.[51]

En directa relación con la invención de la etiqueta indígena/comunista, encontramos el tercer hecho: el terror contenido en las representaciones de lo indígena, re-construidas y difundidas en la mayor parte de los medios de prensa y la producción literaria inmediata a la matanza, lo que constituye un elemento central en la gestación del imaginario social  cultural dominante.

Diversas investigaciones demuestran que en los diarios más afines al gobierno y a los grupos hegemónicos salvadoreños, como El Día y La Prensa, abundaban las “descripciones de crueldad y violencia consistentes con las pesadillas mestizas del supuesto salvajismo indígena”,  que posicionaban en el sentido común las imágenes de indios/borrachos, o de indios/terroristas/comunistas que atacaban los cuarteles, aduanas, y a los policías les sacaban “los ojos, colocándoles cabos de puro en los huecos sangrientos”. [52]

El terror asociado con los indígenas se convierte en una poderosa matriz productora de discursos dirigidos a una población urbana no-indígena (ladinos, “blancos”, élites políticas y económicas), de tal suerte que al referirse a las víctimas de la rebelión las descripciones se realizaban “puñalada por puñalada, violación por violación, con lujo de detalles, individualizando a cada una de las víctimas”, mientras que la muerte de indígenas y campesinos -la mayoría de quienes fueron asesinados por el terror de Estado- se informaba de modo muy general, con frases como “se incinera gran cantidad de cadáveres de comunistas en todos los lugares en donde fueron reprimidos los levantamientos”.[53]

Lo mismo se aprecia en los relatos oficiales de la masacre, como el libro Los sucesos comunistas en El Salvador, comisionado por el gobierno del general Hernández Martínez al periodista Joaquín Méndez, y cuyo empeño narrativo está orientado a reproducir las imágenes y estereotipos del terror, y a darle forma material –con evidente intención política- a la pesadilla indígena y comunista de la oligarquía y las clases medias salvadoreñas. En esta obra, como lo explica Lindo Fuentes, son frecuentes “las historias de hordas de individuos descontrolados que recorrían las calles principales de los pueblos blandiendo machetes y gritando ‘viva el Socorro Rojo Internacional”; las expresiones del tipo “raza conquistada”, que reflejan hondos prejuicios culturales; o representaciones de los indígenas como “criaturas fanáticas, a veces mansos y a veces salvajes, siempre deseando poseer a la mujer ladina”.[54]

En otro escenario geográfico y político-cultural, como la Guatemala de 1946 gobernada por Juan José Arévalo, el terror indígena/comunista fue utilizado una vez más como herramienta de manipulación política. En momentos en que el gobierno avanzaba en sus reformas políticas y legales, orientadas a crear y consolidar mayores libertades para la población, la derecha opositora echó mano del expediente étnico y del inicio de la Guerra Fría, y encargó a Jorge Schlesinger la redacción de un libro donde los acontecimientos de 1932 en El Salvador fuesen presentados como una moraleja para la sociedad guatemalteca, mayoritariamente indígena pero dominada por la élite blanca y ladina.  Así, en su libelo Revolución Comunista. ¿Guatemala en peligro...?, Schlesinger difunde entre el público de su país la imagen de los indígenas como una amenaza inminente para la estabilidad social y cultural de la nación blanca:

“En los corazones de la raza vencida y humillada, germinan los sentimientos de odio y de venganza, y al sonar la hora de las reivindicaciones, desaparece la cultura efímera que ha cubierto con un barniz superficial los instintos bárbaros y salvajes; entonces se presenta en toda su ferocidad, el indio cruel de antaño, y su machete afilado siega vidas y destruye bienes.”[55]

Finalmente, el cuarto hecho al cual nos referiremos es el encubrimiento del etnocidio por parte del Estado salvadoreño. La muestra más evidente de esto se encuentra en el discurso que dio el general Hernández Martínez el 4 de febrero de 1932, con motivo de la apertura de sesiones de la Asamblea Legislativa. En esa ocasión, el dictador “se refirió a los acontecimientos sin usar una sola vez la palabra indígena o indio, silenciando cualquier posibilidad de comprender el carácter étnico del asunto. Esta extraordinaria omisión era indispensable para que la única interpretación posible de los acontecimientos fuera la del comunismo”.[56]

En efecto, desde el comunismo, según declaró el general ante la Asamblea, se urdía un plan terrorista consistente en la  ’destrucción, el incendio, el asesinato de personas honorables o humildes, de autoridades militares y civiles; el ataque furioso a los cuarteles; el saqueo de establecimientos comerciales y demás tropelías semejantes’ llevadas a cabo por ‘hordas desenfrenadas’, [por lo que] al gobierno no le había quedado otro camino que reaccionar con dureza”. Aquí, el criterio de validez de toda acción, aún en contra de los más elementales derechos humanos, era “la protección de la sociedad, la familia y la propiedad”. [57]

Esta fórmula ideológica, que se acompañó de la represión política y militar, pretendió legitimar el etnocidio como acción inevitable ante el peligro que entrañaba el comunismo para la estabilidad de la nación (sobre todo para los sacros pilares del orden social),  y desde entonces se instalaría como una praxis recurrente por parte de las élites salvadoreñas. Como señala Lindo Fuentes, “en las décadas siguientes, los sucesivos regímenes autoritarios usaron estas ominosas medidas preventivas como principal justificación para sus acciones represivas”. [58]

A MANERA DE CONCLUSIÓN

La violencia de 1932 en todas sus formas, reales y simbólicas, fue tal que durante todo el período de la dictadura del General Hernández Martínez se impuso el silencio sobre lo ocurrido –por decreto oficial, conveniencia política o temor y vergüenza social. El tema no sería retomado sino hasta después de la caída del dictador  (1944): con variaciones en la perspectiva desde la cual se analizaban los hechos, con narraciones e interpretaciones alternativas, a veces como una moraleja o remedio preventivo contra el brote comunista ­­–argumento esgrimido, sobre todo, en coyunturas de polarización social y política-, y en la mayor parte de los casos, sin ahondar críticamente en las implicaciones étnicas de la masacre.

Incluso en la actualidad, la matanza permanece como un vacío en la historia del pequeño país centroamericano. Lara Martínez, por ejemplo, asegura que “en la Biblioteca Nacional de El Salvador se encuentran colecciones enteras de casi todos los periódicos. No obstante, sistemáticamente, falta el volumen de ese año clave [1932]. En el Archivo General de la Nación, en cambio, existen recortes escogidos de los acontecimientos. (…) De los hechos recobramos retazos aislados, pinceladas descoloridas, fragmentos desconectados”.[59]

Se trata, no obstante, de un vacío sobre el que perviven intensas disputas para completarlo: en 2004, “la página web de la Embajada de El Salvador en Washington incluía una sección histórica describiendo los acontecimientos como el primer alzamiento marxista leninista del hemisferio apoyado y financiado por la Unión Soviética”; y un año más tarde, “en la zona de Izalco, escenario de las principales confrontaciones, un grupo de reivindicación indígena conmemoró los eventos como un episodio de conflicto étnico, mientras que, en el mismo pueblo, el FMLN [Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, hoy en el gobierno] organizó una actividad destacando la confrontación de comunistas contra el Estado”.[60]
 
No fue sino hasta el 2007, al conmemorarse 75 años de la matanza, y en el marco del  Foro Internacional Sobre el Genocidio y la Verdad El Salvador 1932 - Izalco 2007, que se juramentó una comisión internacional de notables para investigar la masacre indígena de 1932[61], sin que hasta la fecha en que se terminó este artículo se tuviera noticia de la presentación de su informe final.
En el balance general, concluimos que el etnocidio ordenado por el general Hernández Martínez en enero y febrero de 1932, y ejecutado por el ejército salvadoreño y grupos paramilitares al servicio de la oligarquía terrateniente, expresó la cultura hegemónica de la violencia y el autoritarismo heredado de la colonia, pero que no se agotaba allí: en el caso de El Salvador, la matanza fue el detonante del protagonismo militar en el sistema político, que no encontraría una salida negociada sino hasta la firma de los Acuerdos de Paz de Chapultepec en 1992.

A su vez, esa respuesta asesina contra los insurrectos, y las justificaciones, discursos y representaciones sociales que acompañaron este crimen, constituyeron un esfuerzo deliberado del poder oligárquico para ocultar el ajuste de cuentas del colonialismo interno con los indígenas –la mayoría de los muertos-, quienes siguen siendo los salvadoreños invisibles: si para 1932 las estimaciones de algunos autores sobre la población indígena oscilaban entre el 25% y el 35%, para el año 2004, tres lustros después del fin de la Guerra Civil, un documento oficial del gobierno calculó “que el 10% de la población salvadoreña es indígena, o de origen indígena”[62]. Y su situación económica no ha cambiado sustancialmente, pues se trata de pueblos que viven en condiciones de extrema pobreza.

Violencia política y militar, anticomunismo y exterminio indígena –por guerras o hambre-, denotan, además,  el sometimiento de ese poder oligárquico y sus formas concretas en el Estado salvadoreño, a la lógica de acumulación del capitalismo y del imperialismo histórico, dominantes en la región centroamericana desde inicios del siglo XX.

Hacia el final de la primera década del siglo XXI, el golpe de Estado ocurrido en Honduras en junio de 2009 y el renacimiento de un anticomunismo que se lanza a la cacería o invención de nuevos demonios en la región, comprueban que el capitalismo y el imperialismo, como factores de dominación geopolítica y exclusión social,  aún gravitan peligrosamente sobre Centroamérica con la fuerza de los cometas que van por los cielos devorando mundos. O por la tierra, arrasando pueblos.

San José, noviembre de 2009.

BIBLIOGRAFÍA CITADA

  • Comisión de la Verdad. De la locura a la esperanza: la guerra de 12 años en El Salvador. Informe de la Comisión de la Verdad.  San José, CR: Editorial del Departamento Ecuménico de Investigaciones. 1993.
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  • Fonseca Corrales, Elizabeth. Centroamérica: su historia. San José, CR: FLACSO-EDUCA, 1998.
  • Fumero Vargas, Patricia. Centroamérica: desarrollo desigual y conflicto social 1870-1930. San José, CR: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 2004.
  • Galeano, Eduardo. Memoria del fuego. El siglo del viento. México, DF: Siglo XXI Editores, 2000.
  • González Casanova, Pablo. Imperialismo y liberación. Una introducción a la historia contemporánea de América Latina. México DF: Siglo XXI Editores, 1991 -9ª edición-.
  • Hernández, Alcides. La integración de Centroamérica. Desde la Federación hasta nuestros días. San José, CR: Editorial DEI, 1994.
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  • Torres Rivas, Edelberto. Interpretación del desarrollo social centroamericano.  San José, CR: EDUCA. 1973 -3ª edición-.

REVISTAS
  • Lauria Santiago,  Aldo y Gould, Jeffrey L. “Nos llaman ladrones y se roban nuestro salario”: hacia una reinterpretación de la movilización rural salvadoreña, 1929-1931”, en Revista Historia, nº 51-52, enero-diciembre 2005.
  • Lindo Fuentes, Héctor. "Políticas de la memoria: el levantamiento de 1932 en El Salvador", en Revista Historia, nº 49-50, enero-diciembre 2004.

INTERNET



NOTAS:

[1] En: Rafael Lara Martínez. Balsamera bajo la guerra fría. Historia intelectual de un etnocidio. San Salvador: Editorial Universidad Don Bosco. 2009. P. 309
3  Roque Dalton. Antología mínima (selección de Luis Melgar Brizuela). San José, CR: EDUCA. 1998. Pp. 162-163.
[3] Municipio suroccidental de El Salvador, perteneciente al Departamento de Sonsonate; junto con el Departamento de Ahuachapán, son regiones con una importante tradición cultural y predominio demográfico del pueblo indígena nahuat-pipil.
[4] Para efectos de este ensayo,  seguiremos la caracterización histórico-política tradicional de Centroamérica, que la identifica como la región conformada por los Estados de Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica, que obtuvieron su independencia de España en el año 1821.
[5] Héctor Pérez Brignoli. Breve historia de Centroamérica. México DF: Alianza Editorial Mexicana, 1989. P. 118
[6] Mario Salazar Valiente. “El Salvador: crisis, dictadura, lucha... (1920-1980)”, en: González Casanova, Pablo (Coord.). América Latina: historia de medio siglo (Tomo II). México DF: Siglo XXI Editores, 2003. P. 92.
[7] Héctor Lindo Fuentes. Políticas de la memoria: el levantamiento de 1932 en El Salvador, en Revista Historia, nº 49-50, enero-diciembre 2004; p. 290
[8] Eduardo Galeano. Memoria del fuego. El siglo del viento. México, DF: Siglo XXI Editores, 2000. P. 110.
[9] Rafael Lara Martínez. Balsamera bajo la guerra fría. Historia intelectual de un etnocidio. San Salvador: Editorial Universidad Don Bosco. 2009. Pp. 5-6 y 179.
[10] Comisión de la Verdad. De la locura a la esperanza: la guerra de 12 años en El Salvador. Informe de la Comisión de la Verdad.  San José, CR: Editorial del Departamento Ecuménico de Investigaciones. 1993. P. 29
[11] David Díaz Arias presenta un minucioso repaso socio-histórico de este proceso, y de sus diferenciaciones en cada país centroamericano, en: “La invención de las naciones en Centroamérica: 1821-1950”. Ponencia presentada al coloquio Identidades Revis(it)adas, artes visuales, literatura, música, danza e historia en América Central. Managua, 27-29 de octubre de 2004. Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica de la Universidad Centroamericana (IHNCA-UCA). 2004. Disponible en: http://ress.afehc.apinc.org/articulos2/fichiers/portada_afehc_articulos14.pdf
[12] Elizabeth Fonseca. Centroamérica: su historia. San José, CR: FLACSO-EDUCA, 1998. P. 193.
[13] Pérez-Brignoli, op.cit.;  p. 121.
[14] Ídem, p. 124.
[15] Hernández. Op. cit. P. 133.
[16] Edelberto Torres-Rivas. Interpretación del desarrollo social centroamericano.  San José, CR: EDUCA. 1973. Pp. 154
[17] Torres-Rivas. Op. cit. P. 155.
[18] Salazar Valiente, op. cit. P. 90
[19] Fonseca, op. cit.; p. 194.
[20] Alcides Hernández. La integración de Centroamérica. Desde la Federación hasta nuestros días. San José, CR: Editorial Del Departamento Ecuménico de Investigaciones, 1994. P. 129.
[21] Pérez-Brignoli, op. cit.; p. 118.
[22] Pablo González Casanova. Imperialismo y liberación. Una introducción a la historia contemporánea de América Latina. México DF: Siglo XXI Editores, 1991 -9ª edición-. P. 140.
[23] Salazar Valiente, op. cit.; p. 93.
[24] Ídem.
[25] Pérez-Brignoli, op. cit.; p. 113.
[26] Torres-Rivas, op cit, pág. 158.
[27] González Casanova, op. cit., p. 111.
[28] Ídem, p. 114.
[29] Para ampliar sobre estos temas, véase: Sergio Ramírez. El pensamiento vivo de Sandino. San José, CR: EDUCA, 1979; y Rafael Cuevas Molina. Sandino y la nueva intelectualidad costarricense. Nacionalismo antiimperialista en Nicaragua y Costa Rica (1927-1934). San José, CR: EUNED. 2008.
[30] Lauria y Gould, op. cit; p.303-304.
[31] González Casanova, op. cit., p. 130.
[32] Patricia Fumero Vargas. Centroamérica: desarrollo desigual y conflicto social 1870-1930. San José, CR: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 2004; p. 9.
[33] Ídem.; p. 14.
[34] Ídem, p. 13.
[35] Rafael Menjívar. Acumulación originaria y desarrollo del capitalismo en El Salvador. San José, CR: EDUCA. 1980. P. 59.
[36] Ídem; pp. 60-61.
[37] Ídem; pp. 63-64.
[38] Fumero, op. cit.; p. 10.
[39] Lauria  y  Gould., op. cit.; p. 299.
[40] Salazar Valiente, op. cit.; p.89.
[41] González Casanova, op. cit., p. 144.
[42] Salazar Valiente, op. cit.; p 95.
[43] Octavio Jiménez. “En El Salvador se ha cometido un crimen sombrío”, en: Rafael Lara Martínez. Balsamera bajo la guerra fría. Historia intelectual de un etnocidio. San Salvador: Editorial Universidad Don Bosco. 2009; p.258.
[44] González Casanova, op. cit., p. 145.
[45] Virginia Tilley. “Indígenas: los salvadoreños invisibles”, en: El Faro, 22 de enero de 2009. Disponible en: http://www.elfaro.net/secciones/academico/20090122/academico1.asp. Asimismo Lindo (2004),  Lauria y Gould (2005) y Lara Martínez (2009).
[46] Lara Martínez, op. cit.; p. 27.
[47]Octavio Jiménez. “En El Salvador se ha cometido un crimen sombrío”. En: Lara Martínez, op. cit.; p. 261.
[48] Lara Martínez, op. cit.; p.164.
[49] Lauria y Gould, op. cit.; p. 317.
[50] Ídem.; p. 292.
[51] Ídem.; p. 311.
[52] Lindo Fuentes, op. cit.; p. 292.
[53] Ídem, p. 292-293
[54] Ídem, p. 294.
[55] Ídem, p. 299.
[56] Ídem, p. 293. El resaltado no pertenece al texto original.
[57] Ídem, p. 293.
[58] Ídem, p. 294.
[59] Lara Martínez, op. cit.; p.28.
[60] Lindo Fuentes, op. cit.; p. 312.
[61] Nestor Martínez. “Comisión investigará masacre indígena de 1932”,  en Diario Colatino, El Salvador. 26 de enero de 2007.  Consultado el 15 de noviembre de 2009. Disponible en: http://www.redh.org/content/view/790/31/
[62] Dirección Nacional de Espacios de Desarrollo Cultural. “Informe Nacional de la República de El Salvador”.  Presentado ante el Fondo Indígena. Brasilia, noviembre de 2004. Consultado el 20 de noviembre de 2009. Disponible en: http://www.fondoindigena.org/apc-aa-files/documentos/items/Informe_el_salvador.pdf

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