sábado, 29 de octubre de 2011

La rebelión que nadie esperaba

La batalla actual es dual: sin asumir un activo anticapitalismo no se podrá problematizar y transformar efectivamente la forma política del capitalismo actual hacia la democracia real deseada. Y es que nada hay más contrario a la posibilidad misma de una democracia real, en todos los órdenes de la vida, que el capitalismo.

Carlos Rivera Lugo / Semanario Claridad (Puerto Rico)

Una chispa puede encender la pradera, decía ese genial pensador y revolucionario chino Mao Tse Tung. Siempre hallaba la frase indicada para representar la más sencilla aunque potente de las ideas.



En un mundo lleno de leña seca, estaban dadas las condiciones, diría Mao, para que se prendiera “una gran llamarada”. La chispa fue un acto individual de parte de un vendedor ambulante llamado Mohamed Bouazizi, quien se autoinmoló en protesta por los abusos continuados a manos de funcionario. No se sabe si era de derecha o de izquierda, o si pertenecía a algún partido. Lo que sí se sabe es que la realidad opresiva de su condición como explotado se encargaría de potenciarle la rabia necesaria para su acto supremo de rebelión. Su muerte, una transgresión violenta del orden establecido, probó ser un agente catalítico para una insurgencia civil en Túnez que puso fin, entre diciembre de 2010 y enero de este año, al régimen autocrático que gobernaba hacía 23 años. Para esas mismas fechas, El Cairo, Alejandría y otras ciudades egipcias fueron escenarios de otra insurgencia popular que llevó a la caída de otro régimen dictatorial.



Según el filósofo político argentino-mexicano Enrique Dussel, se estaba ante un ”estado de rebelión”, es decir, “un acto supremo” por el que el pueblo se manifiesta, a partir de sí, contra una dominación que se ha tornado insoportable.



El próximo de esos actos supremos que surge desde las entrañas mismas del pueblo, harto de sus asfixiantes circunstancias, fue el movimiento de los indignados que se concentró el pasado 15 de mayo en la Puerta del Sol en Madrid. Asimismo, desde el pasado 17 de septiembre, los indignados se atrincheraron a pocas cuadras de Wall Street, en lo que rebautizaron como la “Plaza de La Libertad”. “Somos el 99 por ciento que ya no tolera más la avaricia y la corrupción del 1 por ciento”, declara el movimiento Occupy Wall Street. Desde entonces, el movimiento de los ocupas neoyorquinos –que no ha ocultado la influencia de las insurgencias civiles de Túnez y Egipto, así como la de Madrid- se ha extendido a más de 100 ciudades en ese país, incluyendo la capital, Washington DC.



Finalmente, el pasado sábado 15 de octubre decenas de miles de indignados colmaron calles y plazas en más de 1,500 ciudades a través del mundo, en cerca de un centenar de países, incluyendo Puerto Rico. Su consigna era meridianamente clara: se niegan a seguir siendo gobernados y explotados por ese uno por ciento y su agenda neoliberal que sólo ha embargado el futuro del noventa y nueve por ciento restante. Han decidido que ha llegado la hora de que el 99 por ciento tome control de su propio destino como resultado de un acto total de autoemancipación colectiva que poco a poco va retomando las calles y las plazas como espacios comunes de deliberación y agenciamiento.



Estamos ante la potenciación de un nuevo sujeto político, encarnado en personas realmente existentes que sufren y luchan, el cual intempestivamente irrumpe como protagonista del “movimiento real que refuta y supera el estado de cosas actual”, como define Carlos Marx la emergencia de lo común como modo alternativo y superior de vida. Y en el proceso han impugnado las reglas de juego de la política que hasta ahora tanto la derecha como la izquierda han estado validando con sus acciones u omisiones. Intuyen, a base de la experiencia, que cualquier transformación de lo existente no podrá transitar por los mismos caminos que nos condujeron a la presente crisis. Por eso la crisis actual del capital en Estados Unidos y Europa es también la crisis de la izquierda, dado su fracaso en representar debidamente las necesidades y aspiraciones del pueblo. 



De ahí que hay quienes desde la izquierda miran con cierto recelo esta fuga hacia la constitución de otro tipo de política por no corresponder a sus esquemas ideológicos abstractos y ahistóricos, es decir, anclados más allá de la experiencia vital del movimiento real de la historia. Se empecinan en institucionalizar, poner en cintura, la política salvaje de los rebeldes, para reencauzar sus protestas y propuestas por medio de algún tipo de formación política electoral. Incluso, hay quienes se quejan de sus formas de democracia directa o descalifican el potencial revolucionario del movimiento, caracterizándolo vagamente de populista y, como tal, en última instancia de derecha.



Ahora bien, advierte el filósofo político argentino Ernesto Laclau que los pueblos son formaciones sociales reales y no ideales. De ahí que más allá del desdén con el que por lo general la izquierda trata los fenómenos llamados populistas, hay que saber apreciarlos desde otra perspectiva, es decir, como expresión de la propia indeterminación de la realidad social o el estado de consciencia en un momento dado de las masas populares.



El populismo, insiste Laclau en su obra La razón populista (Fondo de Cultura Económica, México, 2006), es en ciertas circunstancias históricas una forma de construir lo político a partir de una situación de acumulación de demandas insatisfechas y un sistema institucional que es incapaz de atenderlas. En el momento en que se articula un movimiento antisistémico en torno a los reclamos insatisfechos, puede producirse una situación populista bajo la cual el pueblo se construye como actor colectivo frente al poder establecido. Insiste el reconocido politólogo en que ello no es necesariamente negativo, aunque advierte igualmente que el populismo puede operar, como ha sido el caso, tanto a la derecha como a la izquierda.



En ese sentido existen para Laclau dos lógicas de construcción de lo social. Primeramente está lo que él llama la lógica de la equivalencia mediante la cual el pueblo se constituye como sujeto político antisistémico en torno a una cadena tan heterogénea de reivindicaciones como lo es la pluralidad de su composición. En segundo lugar, está la lógica de la diferencia en que cada demanda particular es atendida como cuestión de pura administración y absorbida dentro del sistema.



Sobre el reto teórico que plantea en la actualidad este fenómeno, nos señala Laclau en su obra antes mencionada: “Quizá lo que está surgiendo como posibilidad en nuestra experiencia política es algo radicalmente diferente de aquello que los profetas posmodernos del ‘fin de la política’ anuncian: la llegada a una era totalmente política, dado que la disolución de las marcas de certeza quita al juego político todo tipo de terreno apriorístico sobre el que asentarse, pero, por eso mismo, crean la posibilidad política de redefinir constantemente ese terreno” (páginas 275-276). Y más adelante abunda: “La emergencia del ‘pueblo’ como actor histórico es, entonces, siempre, una transgresión respecto de la situación precedente. Y este acto de transgresión constituye también la emergencia de un nuevo orden” (páginas 283-284).



El poder constituyente del pueblo excede los límites de lo que ha sido hasta el momento la política según las reglas impuestas por el maridaje actual entre el Estado y el mercado, y seguidas por las derechas y las izquierdas oficiales en, por ejemplo, Estados Unidos y Europa. Como bien plantea el filósofo político francés Alain Badiou es ese sistema de reglas y limitaciones el que precisamente obstruye toda posibilidad de cambio revolucionario en la sociedad contemporánea. De ahí que la ruptura con el orden establecido sólo puede darse más allá de ese Estado y ese mercado capitalistas. Sólo así se potencia la acción colectiva imprescindible para crear lo nuevo.



No basta con negar lo existente. Hay que superarlo mediante la constitución de una nueva realidad. Para ello hay que sustraerse de los ámbitos políticos, jurídicos y económicos del capitalismo, a partir de la creación de un espacio de independencia frente al sistema. Éste es el reto de toda política emancipadora en la época presente.



Hay que ser consciente, sin embargo, de que existe un peligro real de sobreestimar el estado actual de la situación. El movimiento aún se halla frente a una encrucijada. Si bien pretende sustraerse del orden establecido, tiene que definir en algún momento lo que quiere en su lugar. El problema no es una nueva ley electoral ni tan siquiera nuevas regulaciones para el capital financiero. El problema es el sistema capitalista, incluyendo sus instituciones y lógicas actuales de mando económico y político. Es por ello que la lógica a seguir es forzosamente antisistémica y no de administración, si realmente se trata de producir una transformación radical.



La batalla actual es dual: sin asumir un activo anticapitalismo no se podrá problematizar y transformar efectivamente la forma política del capitalismo actual hacia la democracia real deseada. Y es que nada hay más contrario a la posibilidad misma de una democracia real, en todos los órdenes de la vida, que el capitalismo. De paso, nada hay más necesario para la construcción de la democracia real que la construcción a su vez de un modo de vida anclado en lo común.

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