sábado, 28 de mayo de 2011

Crisis, ambiente, cultura. Notas para un diálogo de saberes

Nos encontramos ante un desafío de orden político y cultural, antes que tecnológico. Este desafío se expresa, en primer término, en la necesidad de encarar el paso del frágil consenso en torno al desarrollo sostenible, a la construcción de uno nuevo, referido a la creación de las condiciones que permitan la sostenibilidad del desarrollo de nuestra especie en un futuro a la vez cercano e incierto.

Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América

Desde la perspectiva de la historia ambiental el ambiente es el producto – deseado o no - de la interacción entre sistemas sociales y sistemas naturales a lo largo del tiempo, mediante procesos de trabajo socialmente organizados.

Con ello, cabe entender que cada sociedad genera a lo largo de su historia un ambiente que expresa a un tiempo la calidad de sus relaciones con la naturaleza, y la de las relaciones que mantienen entre sí los distintos grupos que la integran.

Por lo mismo, quien aspire a contar con un ambiente distinto deberá contribuir a la creación de una sociedad diferente.

En una circunstancia de crisis ambiental como la que conocemos hoy, no hay tarea cultural más importante que la de identificar esa diferencia, y los modos de construirla.

Esta tarea nos exige, en primer término, trascender los límites del sentido común característico del desarrollismo liberal, dominante en la cultura latinoamericana desde la década de 1950, y cuyas raíces históricas se remontan a la disyuntiva entre civilización y barbarie – dominante en nuestra cultura entre 1750 y 1850 -, para prolongarse entre 1850 y 1950 en la de atraso o progreso, y desembocar en la de desarrollo o subdesarrollo, hoy en vías de desintegración pero aún no sustituida.

Esta dificultad se inscribe en otra, más amplia y difusa, que se refiere a las circunstancias cambiantes en que ha venido operando la producción de conocimiento y criterios sobre el ser y el hacer de los humanos, y sobre las relaciones de nuestra especie con el mundo natural.

Así, por ejemplo, las formas que damos por clásicas en la reflexión sobre este tema se originaron originado hace más de dos milenios, cuando el mundo unos 200 millones de humanos, organizados en una multiplicidad de sociedades y culturas directa o indirectamente estructuradas en torno a un número limitado de imperios – mundo, como los llama Immanuel Wallerstein: el greco-judeo-romano; el chino, y los que se sucedieron en los espacios mesoamericano y andino, por mencionar algunos de los más relevantes.

Aquellas sociedades, además, se formaron y desaparecieron en un mundo de recursos potencialmente infinitos. Sin duda, hubo casos de deterioro ambiental severo, irreversible incluso, en regiones específicas, como la cuenca del Mediterráneo. Pero aun así, aquellas fronteras de recursos demostraron también una enorme capacidad de recuperación ecológica al disminuir drásticamente la población en regiones como la Europa Occidental y Nor-Occidental entre los siglos VI y IX, o los espacios amazónico y chocoano, entre el XVI y finales del XIX.

Las diferencias respecto al presente fueron en apariencia menos dramáticas en la época de origen de la Modernidad occidental, del siglo XVIII en adelante.

Lo que va de Hegel a Smith y Malthus, y de allí a Darwin y Marx, transcurrió en un mundo poblado por unos mil millones de seres humanos, relacionados entre sí de un modo inédito hasta entonces por el impulso creador de la burguesía emergente, según lo describen por ejemplo Marx y Engels en el Manifiesto Comunista.

El sentido común contemporáneo tiene sus raíces en ese proceso, que llevaría a aquel billón de humanos a la formación del primer sistema verdaderamente mundial de organización de la vida de nuestra especie en el planeta, sostenido por un mercado mundial que para 1850 ya estaba constituido en torno a un sistema internacional que comprendía, por un lado, un reducido grupo de Estados nacionales – concentrados en Europa Occidental y América - ; algunos viejos imperios – mundo en descomposición, como el zarista y el manchú, y enormes espacios coloniales que abarcaban la mayor parte de Asia, África y Oceanía.

Aunque las reservas de recursos naturales en el mundo así transformado seguían siendo enormes, se encontraban sometidas a dos procesos estrechamente relacionados entre sí:

- El incremento incesante en la demanda de materias primas y energía generada por la expansión sostenida del capitalismo, y

- la apropiación masiva de esos recursos por parte de las potencias coloniales, en un marco de desarrollo desigual y combinado.

Ingresábamos así a una etapa nueva en la historia del desarrollo de nuestra especie, en que la producción masiva de riqueza y de pobreza se desplegaba a una escala sin precedentes, acompañada por el deterioro constante de la base de recursos naturales que sostenía dicho proceso.

El impacto ambiental de aquella fase del desarrollo del capitalismo no pasó desapercibido en el plano cultural.

Por el contrario, entre fines del siglo XIX y comienzos del XX tomó forma en Occidente una corriente cultural que expresó con gran riqueza la preocupación generada por la rápida difusión de formas de relación con la naturaleza basadas en el saqueo de las reservas de recursos naturales, y la expoliación de las poblaciones vinculadas a esos espacios de reserva.

Así, en lo que fue de la denuncia del deterioro ambiental de la cuenca del Mediterráneo por George Perkins Marsh en su obra Man and Nature, de 1856, a las advertencias de Federico Engels sobre las consecuencias imprevistas de nuestras aparentes victorias sobre la naturaleza, en 1876, la caracterización de la explotación colonial como una economía de rapiña por el geógrafo Jean Brunhes, o de la propuesta de una visión de las vinculaciones entre los humanos y la naturaleza tan compleja como la sintetizada en la noción de noósfera, elaborada por el ruso Konstantin Vernadsky en la década de 1920, esa corriente sentó las bases de una visión crítica que retorna como una clara luz de esperanza en nuestros días.

Entre nosotros, aquellas formas primarias del desarrollo de un pensamiento que hoy llamaríamos ambiental tuvieron expresiones del mayor interés. Tal fue el caso del constante llamado de Martí al aprecio y el uso previsor de los recursos naturales y culturales de nuestra América, vinculado al aporte de sus textos de reflexión filosófica al desarrollo de una cultura de la naturaleza que encontró su síntesis mayor y más sugestiva en el artículo Nuestra América, de enero de 1891 – verdadera acta de nacimiento de nuestra contemporaneidad – en el que afirmó que no había (no hay) entre nosotros batalla “entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”.

Vistas las cosas en esta perspectiva, lo que nos viene de la década de 1930 acá se presenta como un período de culminación y ruptura. De entonces a nuestros días pasamos de ser 2000 millones ser 7 mil millones, y estamos en vías de llegar a 8 mil millones en 2024, y 9 mil en 2045, cuando – de no mediar un desastre natural, político o tecnológico en el camino – nuestro número debe empezar finalmente a decrecer.

En el curso de ese proceso – y sobre todo a partir de la década de 1970 – la cultura Occidental pasó nuevamente a asumir la centralidad de las relaciones entre las sociedades cuyo desarrollo expresa, y la base de recursos naturales que sustenta ese desarrollo.

De entonces acá, esa transición en la cultura de la naturaleza ha ocurrido a partir de un proceso de transacciones organizado en torno al concepto de desarrollo sostenible, entendido en lo más simple como la aspiración a garantizar a un tiempo el crecimiento económico y la protección a la naturaleza o, más recientemente, en la de hacer de la protección de la naturaleza una fuente de crecimiento económico mediante el fomento de mercados de bienes y servicios ambientales.

Para otras visiones, sin embargo, el desarrollo sostenible no expresa una solución, sino el problema de la incapacidad del concepto tradicional de desarrollo para fomentar el consenso social en una circunstancia de evidente deterioro de las condiciones naturales de las que depende el crecimiento económico.

Por lo mismo, el problema a plantear sería el de la sostenibilidad del desarrollo de nuestra especie, antes que la de una determinada modalidad histórica de ese proceso mayor. Con esto, la transición basada en transacciones parece llegar de momento a su límite más extremo, más allá del cual surge la amenaza de una ruptura abierta en la geocultura global que liquide a su vez cualquier posibilidad de nuevos consensos en el corto plazo.

Cabe afirmar, en este sentido, que la integración del mercado mundial en una sola unidad global de gestión, cuyo desarrollo desigual y combinado desemboca hoy en la compleja situación de crisis ambiental que nos ocupa, ha tenido y tiene un impacto en el plano de la cultura cuyo alcance que aún no alcanzamos a comprender bien.

En lo más inmediato, con esta crisis se cierra el ciclo ascendente de las ideologías de la dominación de la naturaleza que, a caballo de la electricidad y el motor de combustión interna, predominaron durante la mayor parte del siglo XX, creando un sentido común en el que la ecología podía ser entendida como el sustrato científico de la ingeniería de ecosistemas. De este modo, el cierre de este ciclo tiende así a identificar la crisis ambiental como la de aquella civilización cuyo ascenso sintetizó de manera tan brillante el Manifiesto Comunista.

En este plano, el giro más sutil y decisivo en este plano viene ocurriendo, probablemente, en el paso de una noción de la naturaleza como proveedora de recursos, a la del papel del trabajo humano en la producción de esos recursos.

Del Génesis a nuestros días, por supuesto, el papel del trabajo en la relación entre los humanos y la naturaleza ha tenido una constante presencia en nuestra cultura. Hoy, aquí, el giro mayor consiste sobre todo en el creciente énfasis en el papel del trabajo socialmente organizado en la producción de las condiciones naturales - el agua, la biodiversidad, los suelos y la energía – indispensables para la expansión incesante de la producción de mercancías.

Todo ello adquiere en efecto un nuevo significado económico y político en un mundo cuyos ecosistemas están siendo explotados más allá de sus capacidades naturales de regeneración, y cuyo metabolismo ambiental ha llegado a un punto de bloqueo que amenaza, ya, la sostenibilidad del desarrollo de nuestra especie.

Estas circunstancias plantean singulares problemas a quienes se ocupan de las tareas de la cultura y el conocimiento.

Véase, por ejemplo, el caso de los problemas derivados de un proceso de intensificación de la variabilidad climática natural, que a su vez estimula el cambio de los patrones de organización del clima en cuyo marco se ha desarrollado la civilización que conocemos.

Esas alteraciones, y sus tendencias previsibles, han generado ya diversas iniciativas globales encaminadas a mitigar el impacto del cambio climático y propiciar la adaptación humana a los nuevos patrones de clima que emergen de ese proceso, en particular mediante la promoción de modalidades de interacción con la naturaleza destinadas a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero e incrementar la captura de carbono atmosférico mediante estímulos esencialmente económicos.

Sin embargo, el vínculo entre estos factores excede a menudo nuestra capacidad para percibirlo y actuar en consecuencia, con lo cual las soluciones que van siendo propuestas tienden una y otra vez a agravar, no a resolver, la creciente conflictividad de nuestras relaciones socioambientales.

Para nosotros, en la América nuestra, estos ya son problemas políticos de orden práctico, que se traducen en tareas de cultura como las siguientes:

- ¿De qué manera encarar el problema de convertir en conocimiento útil la avalancha de información que nos arrastra y amenaza con sepultarnos en el más estéril de los relativismos?

- ¿Cómo contribuir a la formación de nuevas comunidades del conocimiento, que encaren tareas como éstas a partir de una cultura del trabajo interdisciplinario, que entiendan que la política es siempre cultura en acto, y que por tanto la utilidad social del trabajo cultural se expresa en la calidad de la acción política que inspira? Y, sobre todo,

- ¿Cómo vincular esas comunidades del conocimiento a los movimientos sociales que van dando forma al mundo nuevo, de un modo que permita a las ideas convertirse en una fuerza material capaz de contribuir a ese proceso de formación?

Nos encontramos, en verdad, ante un desafío de orden político y cultural, antes que tecnológico. Este desafío se expresa, en primer término, en la necesidad de encarar el paso del frágil consenso en torno al desarrollo sostenible, a la construcción de uno nuevo, referido a la creación de las condiciones que permitan la sostenibilidad del desarrollo de nuestra especie en un futuro a la vez cercano e incierto.

Esta tarea exige, sin duda, superar la ignorante arrogancia que confunde el proceso general del desarrollo humano con la forma histórica particular de ese proceso que ahora ha entrado en crisis.

Para eso, a su vez, es imprescindible superar toda arrogancia que limite la posibilidad de incorporar a una visión nueva de nuestro lugar y nuestra responsabilidad en el mundo todas las conquistas y todos los sueños del pasado que hoy nos corresponde superar.

Desde allí, podremos contribuir a la construcción de la cultura que llegue a expresar el interés general de los humanos en establecer los fundamentos de una sociedad capaz de sobrevivir al desastre ambiental creado por la nuestra, y convertir de posible en probable la transición a un mundo nuevo.

Y para llegar allí, y persistir en la tarea hasta culminarla, convendrá, siempre, atender a la advertencia con que acompañara Martí su llamado a construir una sociedad y una cultura nuevas en su patria cubana y en la América nuestra:

“Estudien, los que pretenden opinar. No se opina con la fantasía, ni con el deseo, sino con la realidad conocida, con la realidad hirviente en las manos enérgicas y sinceras que se entran a buscarla por lo difícil y oscuro del mundo. Evitar lo pasado y componernos en lo presente, para un porvenir confuso al principio, y seguro luego por la administración justiciera y total de la libertad culta y trabajadora: ésa es la obligación, y la cumplimos”.

La Habana, 11 – 13 mayo de 2011

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