sábado, 30 de octubre de 2010

Ambiente, cultura, política

En América Latina ya está en curso avanzado el proceso de formación de una cultura capaz de encarar las preocupaciones que inspira el deterioro de la biósfera en la perspectiva de las aspiraciones a un desarrollo humano sostenible que compartimos con la comunidad mundial.
Guillermo Castro H. / Especial para CON NUESTRA AMÉRICA
“Toda gran verdad política es una gran verdad natural”
José Martí, Cuadernos de Apuntes, 18, 1894.
Preguntas, respuestas
La crisis ambiental – y su expresión más visible, el proceso de cambio climático – se ha convertido ya en un tema central de nuestro tiempo. Dicho esto, conviene recordar que, en su carácter y alcance, la crisis abarca una realidad aún más compleja. Así, en lo que hace a las relaciones de nuestra especie con la biosfera, si bien esta crisis no es la única que hemos enfrentado en nuestra historia, es única en múltiples sentidos.
Las anteriores – como la generada por el cambio climático que llevó al fin de la última Edad del Hielo, e inauguró la secuencia de acontecimientos que condujo a los humanos a la agricultura y la civilización – tuvieron en primer término un alcance local; afectaron de manera distinta a sociedades diferentes; afectaron a una especie que no llegaba a los 100 millones de integrantes, y tuvieron un desarrollo fue gradual - y a menudo inadvertido -, que permitió prolongados procesos de adaptación a medida que progresaba la transformación de los ecosistemas. Esta, en cambio, afecta a más de seis mil millones de humanos organizados en sociedades aquejadas por graves problemas internos y relaciones a menudo conflictivas, que no disponen ni de reservas de recursos, ni de los espacios y tiempos necesarios para desplazamientos masivos, y tiende a desarrollarse con creciente intensidad.
Por otra parte esta crisis es, también, la de la cultura y los sistemas institucionales que orientaron la creación y desarrollo de las relaciones de nuestra especie con su entorno natural cuyo deterioro nos aqueja hoy. Se trata, de una crisis de civilización, que nos presenta el desafío de construir la cultura y los sistemas institucionales que permitan, a un tiempo, mitigar el impacto del proceso de destrucción en curso, y aprovechar las oportunidades que ofrece para una adaptación exitosa al mundo que surge de ese proceso. Estamos, así, ante la disyuntiva de avanzar hacia una civilización nueva, que sea sostenible por lo humana que llegue a ser, o retroceder hacia formas cada vez más brutales de barbarie.
En lo que hace al cambio climático, por ejemplo, este deterioro de nuestra civilización en el plano ambiental se hace evidente en el hecho de que – de Rio 92 a Copenhague 2009, y de allí a Cochabamba y Cancún en 2010 – las relaciones entre las sociedades y sus Estados a escala del sistema mundial han pasado de la búsqueda de mecanismos de concertación a un creciente enfrentamiento. En el proceso, la noción misma de sistema internacional se ha visto reducida a su estricta dimensión de sistema interestatal, mientras las sociedades que esos Estados están supuestos a representar despliegan una creciente capacidad de movilización y relacionamiento en sus propios términos, en el mejor de los casos, o un creciente escepticismo respecto a los motivos y propósitos de sus Estados, en el peor.
Esta situación nos obliga tanto a introducir nuevas categorías en la discusión, como a estructurar nuestros debates en términos también nuevos. Por un lado, en efecto, el debate sobre el vínculo entre las dimensiones ambiental y civilizatoria de la crisis demanda conceptos como los de desarrollo desigual y combinado – asociado al de huella ecológica, que expresa las consecuencias ambientales de ese desarrollo así estructurado - para estimular la formulación de preguntas y respuestas realmente innovadoras. Por otro – y por lo mismo - la unidad de análisis de ese debate debe ser por necesidad el sistema mundial, asumiendo en lo más indisoluble de sus vínculos la relación entre el proceso de globalización que da vida a ese sistema, y el carácter siempre glocal de las expresiones de ese proceso en la vida de todas las personas.
En esos términos, por ejemplo, el cambio climático representa sin duda el aspecto principal de la crisis, en cuanto se trata de un proceso natural de variabilidad que se ha visto intensificado por las modalidades de interacción entre sistemas naturales y sistemas sociales que han venido a ser dominantes en nuestra civilización. En lo mejor de sí, el debate en torno a este proceso ha permitido reconocer la necesidad de mitigar sus causas, y promover la adaptación a sus consecuencias.
Sin embargo, en una perspectiva de verdadero alcance civilizatorio, la mitigación sólo será eficaz en la medida en que haga parte de una estrategia de adaptación, y ésta sólo será exitosa si de ella resulta una modalidad distinta de relación de los seres humanos entre sí, y con su entorno natural, y no el mero acomodo de los modos de vida de hoy a un ambiente peor. Allí radica, en lo más sencillo, la diferencia entre el vivir mejor de la civilización que pasa, y el vivir bien que podría dar sentido al esfuerzo que demande crear una civilización nueva.
De política y cultura
Encarar esta tarea demanda entender a la política como cultura en acto, esto es, como ejercicio práctico de los valores y los criterios verdaderamente relevantes en la vida social. Así, por ejemplo, la cultura ambiental correspondiente a la práctica política de la civilización que ha entrado en crisis es aquella que entiende el desarrollo sostenible como crecimiento económico sostenido con mitigación de lo más visible de sus peores consecuencias. Por ello, esa política no puede ir más allá de considerar variables sociales y ambientales de la política económica que esta civilización demanda, ni dejar de presentar esa consideración como prueba de su disposición a encarar los ajustes que demanda la continuidad del orden existente.
Por su parte, tanto el ambientalismo como el conjunto mayor de los nuevos movimientos sociales tienden a distanciarse del desarrollo sostenible así entendido, para ocuparse en cambio del problema de la sostenibilidad del desarrollo de nuestra especie ante la crisis generada por el agotamiento de la civilización que conocemos. La crítica del desarrollo sostenible hace parte, así, del proceso mismo de formación y transformación de la cultura ambiental latinoamericana, en cuanto expresa la pérdida de autoridad moral y política de las organizaciones estatales e interestatales en esta etapa de la crisis del sistema mundial.
Ese deterioro en la relación entre ambas partes se ve agravado, además, por la tendencia de las organizaciones estatales a invocar las virtudes de la ciencia para justificar tanto sus políticas como lo finalmente perverso de muchos de sus efectos. En efecto, esa visión de la ciencia- con su división básica entre lo natural y lo social – expresa en lo más esencial los valores y criterios que animaron al positivismo liberal de fines del siglo XIX. El ambientalismo reclama, en cambio, una visión mucho más integrada del saber humano y su papel en nuestras relaciones con el entorno natural.
No sólo se trata de la reincorporación de los estudios culturales y la historia al conocimiento reconocido como necesario para encarar la crisis ambiental en tanto que crisis de civilización. Se trata, sobre todo, de la demanda de una visión de la ciencia y sus tareas en la que los campos del conocimiento se definen por sus afinidades antes que por sus diferencias, e interactúan entre sí en la formación de campos nuevos mediante procesos de fertilización cruzada, como ocurre en casos como los de la historia ambiental, la ecología política, la economía ecológica y la economía ambiental.
La cultura ambiental latinoamericana en la primera década del siglo XXI
En la visión de la ciencia desde la perspectiva de la sostenibilidad del desarrollo de nuestra especie, la historia – y en particular la historia ambiental –debe ofrecer nuevas oportunidades de relación entre el conocimiento y una acción social orientada por fines conscientes, en cuanto no procura conocer el pasado para explicar el presente, sino comprenderlo como una fuente de opciones de futuro. Para hacerlo, define su objeto como el estudio de las interacciones entre sistemas sociales y sistemas naturales a lo largo del tiempo, y de las consecuencias de esas interacciones para ambos sistemas, y parte del principio de que nuestros problemas ambientales de hoy son el resultado de las intervenciones de nuestra especie en los ecosistemas de ayer.
Así ejercida, la historia ambiental permite abordar de manera radical – esto es, desde su más profunda raíz histórica – el hecho de que las relaciones entre las sociedades latinoamericanas y los ecosistemas que sostienen su existencia atraviesan por una circunstancia caracterizada por un incremento de conflictos ambientales asociados a la culminación del proceso de transformación masiva de la naturaleza en capital natural puesto en movimiento por la primera Reforma Liberal a mediados del siglo XIX. Esa transformación se despliega ahora con el respaldo de megaproyectos de infraestructura hidráulica, energética, de comunicaciones y transporte, y de explotación masiva de recursos naturales, renovando - a una escala tecnológica superior -, la tradición de explotación extensiva de ventajas comparativas, antes que el fomento y explotación intensiva de nuevas ventajas competitivas.
En esta circunstancia, corresponde la cultura ambiental que requerimos debe ser capaz de explorar en profundidad los vínculos existentes entre los cambios de orden social, tecnológico y político necesarios para enfrentar los desafíos relacionados con el deterioro de nuestro entorno natural y social. Esto implica, en particular, comprender y expresar mucho mejor el vínculo entre el cambio social y el cambio ambiental como una condición indispensable para crear las condiciones de gobernabilidad que nos permitan transformar las relaciones entre nuestra especie y la biosfera.
Estas tareas demandan el fomento de formas de pensamiento capaces de asumir de manera productiva la interdependencia universal de los fenómenos que dan lugar a la crisis. Esto facilitará entender, en relación al cambio climático por ejemplo, que se trata de un proceso natural que puede ser agravado o mitigado por la calidad de las interacciones entre sistemas sociales y sistemas naturales, cuya expresión es la calidad ambiental. Desde allí, resultará más sencillo entender a la gobernabilidad ambiental como la gestión de los sistemas sociales para la interacción con los sistemas naturales, y comprender que - siendo el ambiente la expresión de la calidad de las interacciones entre sistemas sociales y sistemas naturales -, si deseamos un ambiente distinto debemos contribuir a la creación de sociedades diferentes.
Para propósitos así, necesitamos una cultura ambiental que estimule el desarrollo de nuevas modalidades de organización de los sistemas sociales, que permitan establecer formas de interacción con los sistemas naturales que sean innovadoras por lo sostenibles que lleguen a ser. Y esto supone, como se ve, la necesidad de preservar la credibilidad científica del debate ambiental para garantizar la autoridad política de sus resultados, esto es, fomentando la capacidad de esa cultura para expresar, como lo reclamara José Martí, “la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de unos sobre la razón campestre de otros.”[1]
Ciencia y política en el debate ambiental
En América Latina ya está en curso avanzado el proceso de formación de una cultura capaz de encarar las preocupaciones que inspira el deterioro de la biósfera en la perspectiva de las aspiraciones a un desarrollo humano sostenible que compartimos con la comunidad mundial. Nuestra región ha hecho ya importantes contribuciones a esa aspiración global, desde fechas tan tempranas como 1980, cuando encontró una primera expresión de gran riqueza y complejidad en la antología Estilos de Desarrollo y Medio Ambiente en América Latina, editada por Osvaldo Sunkel y Nicolo Gligo, y publicada conjuntamente por el Fondo de Cultura Económica y la CEPAL.
De entonces acá, el desarrollo de nuestra cultura ambiental se nutre de una amplia gama de fuentes, que abarca desde la dimensión ética aportada por autores vinculados a la Teología de la Liberación, como Leonardo Boff , hasta los saberes populares que se expresan a través de los nuevos movimientos sociales, pasando por una tradición de pensamiento sobre el papel de la naturaleza en el desarrollo de nuestras sociedades que se remonta a fines del siglo XVIII, y alcanza momentos de especial riqueza a fines del XIX y principios del XX, en autores como José Martí. A ese patrimonio cabe agregar, también, el importante papel desempeñado en la formación de nuestra cultura ambiental por la teoría del desarrollo, como marco de referencia, primero, y como objeto de crítica permanente, después. Desde allí, nuestra cultura ambiental – forjada en sus primeras manifestaciones a partir de la actividad de grupos relativamente marginales de intelectuales de capas medias - tiende a incorporarse a la vida política de nuestros países a través de su creciente vinculación con los nuevos movimientos sociales de la ciudad y del campo, y con el debate global sobre estos temas a partir de un enfoque sistémico, inspirado en autores como Ilyá Prigogine e Immanuel Wallerstein.
Por contraste, los organismos internacionales y las burocracias estatales tienden a restringir el vínculo entre ciencia y política a la dimensión técnica de las políticas públicas y las normativas legales correspondientes. No es de extrañar, así, que la incorporación de lo ambiental a la esfera de acción de movimientos sociales de base muy amplia coincida con un intenso cuestionamiento de la institucionalidad generada por el sistema internacional a lo largo de las últimas décadas, y con el agotamiento de las formas de pensamiento, las estructuras y los procedimientos de gestión estatal que caracterizaron al Estado liberal desarrollista en la segunda mitad del siglo XX.
Hoy, por lo mismo, urge encarar y superar la tendencia a limitar los temas de la gobernabilidad a lo institucional y lo normativo, para asociarla de lleno a la gestión política de los conflictos ambientales que tienden a incrementar su número, frecuencia y complejidad en la región. La gran verdad política para la cultura ambiental de nuestra América en nuestro tiempo consiste en que, encerrada en sus capas medias de origen, deriva inevitablemente hacia un conservacionismo conservador. Si realmente aspira a contribuir a la creación de un ambiente nuevo, debe crecer con sus pueblos, para ayudarlos a crecer hasta, juntos, a la capacidad de construir la sociedad nueva de la que ese ambienta ha de ser expresión.
Santo Domingo, 14-15 de octubre / Panamá 21 – 22 de octubre de 2010
NOTA:
[1]
Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VI, 19

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