sábado, 29 de mayo de 2010

Arizona, la xenofobia y la ley

La Operación Guardián y la Operación Escudo, aunadas al florecimiento económico de Phoenix, han vuelto al estado de Arizona la punta del embudo por donde se han ido derramando todos los desahogos del imaginario social estadunidense, ante las embestidas sufridas en los últimos tres lustros.
Febronio Zatarain / EL SEMANAL (LA JORNADA)
La implementación de la Operación Guardián y la Operación Escudo a lo largo de la frontera de Estados Unidos con México en 1994, convirtió el desierto de Arizona en el área más “atractiva” para introducirse ilegalmente a Estados Unidos. Estas “operaciones” generaron el crecimiento de mafias encargadas de transportar a indocumentados. Además, en los últimos dieciséis años han muerto alrededor de 5 mil indocumentados, mayormente mexicanos, en su intento por llegar a Atlanta, a Los Ángeles, a Chicago.
Antes casi todos los migrantes cruzaban por el río Bravo o por cualquier punto de la frontera que los llevara a territorio californiano. Luego, al dejar atrás la última garita, se desplazaban tranquilamente a su destino. La gran mayoría de los trabajadores agrícolas iban y venían. Quienes los ayudaban a cruzar la primera vez no eran seres desconocidos; eran gente de su mismo pueblo o de su región. Y digo la primera vez porque después de aprendido el camino cada uno podía hacerlo por su cuenta. Esta gente respondía más al perfil del “bracero”: es decir, personas que no concebían su existencia en Estados Unidos. Pero desde 1994 todo cambió. Esos migrantes de Jalisco, Michoacán, Guanajuato, que conocían todos los “caminos, ríos y cañadas desde Tijuana a Reynosa” se han extinguido. Ahora, si se logra cruzar, es para quedarse.
El inmigrante viene en busca de trabajo, y si en su camino se le presenta la oportunidad de trabajar, lo hace. En 1994, el número de indocumentados en Arizona no rebasaba los 50 mil; ahora se cree que hay casi medio millón. Hay dos razones: es la principal entrada para migrantes y tiene –en estos tiempos de recesión– la ciudad de mayor desarrollo económico en la última década: Phoenix.
Toda ciudad estadunidense debe su prosperidad a los inmigrantes. Eso lo sabe Phil Gordon, alcalde de Phoenix. Por eso ha ordenado al fiscal de la ciudad que demande al estado de Arizona para dar marcha atrás a la recién aprobada ley SB1070, que criminaliza al indocumentado. Gordon sabe que sin el aporte laboral de los indocumentados se hundirían las industrias restaurantera, hotelera y de la construcción de Phoenix. Eso también lo sabe el alcalde de cualquier gran urbe estadunidense, como Michael Bloomberg, de Nueva York, para quien la SB1070 es un “suicidio nacional... Si queremos tener un futuro, necesitamos tener más inmigrantes”. Palabras que podrían endosar los alcaldes de Chicago, Los Ángeles, Seattle, porque ellos mejor que nadie saben esa verdad: el crecimiento económico no es posible sin los inmigrantes.
LA ERA 9/11. CRIMINALIZACIÓN DE INMIGRANTES
En 1996 se aprobó la ley denominada iiraira, que en algunos apartados señala que todo residente que haya cometido un crimen (golpear a su esposa, participación en pandillas, etcétera) deberá ser deportado; también daba derecho a las autoridades locales de solicitar capacitación para sus cuerpos policíacos a fin de que pudieran fungir como oficiales de migración. Lo curioso es que dichos apartados no se aplicaban porque, pese a que se aprobaban leyes de carácter reaccionario como éstas, el péndulo ideológico estadunidense seguía cargado hacia su lado liberal. Pero cayeron las Torres Gemelas y entre el polvo y el humo se extravió el espíritu liberal o humanista estadunidense –el que acepta y respeta la existencia de quien es diferente–, y quien vino a tomar el timón de esta nación fue su espíritu conservador e inhumano –el que se encierra en su raza, su idioma y su ideología–; el mismo que luchó por mantener a los negros como esclavos en la segunda mitad del siglo XIX; el mismo que repatrió a más de 500 mil mexicanos durante la depresión de 1929; el mismo que puso a estadunidenses de origen japonés durante la segunda guerra mundial en campos de concentración por cuestiones de seguridad nacional; el mismo que siguió asesinando o linchando negros en los estados del sur por el simple hecho de ser negros o por ser sospechosos de haber cometido un crimen.
Hay dos aspectos que caracterizan a Estados Unidos en los albores de la era 9/11. El primero, que aparentemente se distancia del tema de estas líneas, es la prohibición de cualquier tipo de crítica al presidente. Este Big brother orwelliano tenía dos ojos: el Estado y la sociedad civil –George W. Bush tenía el apoyo de 91 por ciento de la población. En aquel septiembre fatídico, dos periodistas fueron despedidos, uno por escribir que Bush “estaba volando alrededor del país como niño asustado”, y el otro por señalar que el presidente “había huido”. El caso más sonado fue el del comediante y anfitrión televisivo Bill Maher, a quien la cadena ABC ya no le renovó el contrato, porque Maher estuvo de acuerdo con uno de sus invitados, para el cual los perpetradores del atentado “no eran cobardes”. La crítica, pero sobre todo el humor, desaparecieron por completo de la sociedad estadunidense. Colegas de Maher, como Jay Leno, David Letterman y Conan O’Brien se veían nerviosos en sus programas; cualquier comentario que molestara a su audiencia podía costarles el trabajo. La risa volvió al rostro de Estados Unidos hasta principios de 2003, cuando Bush y su vicepresidente ya hablaban abiertamente de la necesidad de invadir Irak.
El segundo aspecto que debe resaltarse es que todo extranjero de piel morena comenzó a estar bajo sospecha, y se buscó la manera de aplicar rigurosamente la ley. Se empezaron a desempolvar los apartados de la ley IIRAIRA referentes a migración y se creó un reglamento de emergencia: la Ley Patriota.
En los primeros tres años de la era 9/11, los inmigrantes más afectados fueron los de origen árabe. Se les detenía durante días o meses, se les interrogaba y luego se les deportaba o se les dejaba libres sin ninguna explicación. Los indocumentados que se detenían eran parte de los “daños colaterales” porque el objetivo eran los terroristas. Quien movió la mira fue el ya fallecido catedrático de Harvard, Samuel P. Huntington, quien en un ensayo titulado “El reto hispano” consideró a los mexicanos un peligro para el espíritu de progreso de este país. A partir de ahí los conservadores encontraron la justificación para mover su rifle y apuntar al indocumentado: surgió el grupo de cazainmigrantes Minuteman Project, el congresista James Sensenbrenner propuso la Real ID Act a principios de 2005, y a fines del mismo año la HR4437, en la que se criminalizaba al indocumentado. La indignación no se hizo esperar y, en la primavera de 2006, más de 10 millones de personas salieron a protestar a lo largo y ancho del país.
Las represalias por parte del Estado llegaron al instante: las redadas masivas se volvieron noticia; de la ley IIRAIRA se reavivó el inciso 287 (g), en el que se autoriza al Departamento de Seguridad Interna a acordar con autoridades locales la capacitación de sus cuerpos policíacos para que al mismo tiempo funjan como oficiales de migración. Es gracias a este inciso que en el condado de Maricopa, Arizona, existe un sheriff como Joe Arpaio, para quien la razón de su existencia se ha vuelto la captura de indocumentados.
Para el gobierno federal era importante “escarmentar” al indocumentado a fin de que no se le ocurriera salir de nuevo a la calle a protestar. Por eso, de manera selectiva, se ha condenado a inmigrantes a prisión bajo acusaciones como robo de identidad o reincidencia en el cruce de la frontera.
“WE WANT AMERICA BACK!”
Hay dos hechos de 2008 que revitalizaron la xenofobia. Por un lado está la crisis económica que disparó el índice nacional de desempleo por arriba del diez por ciento. Para la visión conservadora, los responsables de la catástrofe económica son los inmigrantes.
Por otro lado, quien ganó las pasadas elecciones presidenciales fue un negro: Barack Obama. Como es políticamente incorrecto atacar a Obama por su color de piel, para librarse del enojo y de la incomodidad que esta circunstancia le provoca, el espíritu reaccionario busca subterfugios para desahogarse, y uno de ellos es la piel oscura de la gran mayoría de los inmigrantes mexicanos y latinoamericanos. Alrededor de 8 millones de estos seres de color café tienen un lado flaco por el que se les puede atacar legalmente: su condición de indocumentados. Para cualquier miembro del Minuteman Project o del Tea Party es fácil enmascarar su racismo diciendo que no están en contra de la inmigración legal –un tipo de inmigración tan limitada que podríamos considerarla irreal–, ni de los hispanos, sino de la ilegalidad.
El grupo más golpeado por las desregulaciones en la economía ha sido la clase media blanca. En la década de los años ochenta y gran parte de los noventa, fueron atacados los trabajadores de cuello azul, clase laboral en vías de extinción. En lo que va del milenio, los atacados han sido los trabajadores de cuello blanco. Pero esta verdad no es evidente para el blanco que ha perdido algunos o todos sus beneficios. En su entorno ve a miles de inmigrantes, documentados o no, que sí están trabajando y que a veces tienen mayores beneficios que él, y su reacción antiinmigrante no se hace esperar: “We want America Back!”
En síntesis, la Operación Guardián y la Operación Escudo, aunadas al florecimiento económico de Phoenix, han vuelto al estado de Arizona la punta del embudo por donde se han ido derramando todos los desahogos del imaginario social estadunidense, ante las embestidas sufridas en los últimos tres lustros.
El monstruo que se desbordó por las calles de Chicago, Los Ángeles, Dallas y Denver en la primavera de 2006, se replegó ante el peligro de ser deportado. Pero, a veces, la dignidad se impone sobre el miedo: el pasado primero de mayo ese monstruo apenas nos mostró su rostro.
En las próximas semanas sabremos si le veremos o no todo el cuerpo: si el inmigrante estará dispuesto a defender su dignidad de trabajador bajo el riesgo de ser deportado, o si preferirá agachar la cabeza ante el miedo y aceptar en silencio todas las vejaciones legales que se les ocurran a los congresos locales y federal, así como el abuso y la discriminación cotidiana que recibirá en la calle y en su centro de trabajo.

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