sábado, 16 de diciembre de 2017

El populismo como estigma

Se ha popularizado como estigma llamar “populista”, primero, a quienes vinculan sus propuestas electorales o gubernamentales con los intereses populares y, después de la llegada de Donald Trump al poder, con quienes hacen gala de lo que otrora llamábamos pura y simplemente demagogia.

Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica

El “populismo de izquierda” tendría un modelo paradigmático en América Latina, el chavismo. Recurrentemente, una y otra vez, el fantasma del “populismo chavista” es sacado a relucir en cuanto proceso electoral tiene lugar en nuestra tierras. Ese fantasma que se agita ha sido previa y concienzudamente armado, de tal manera que cuando se saca a relucir, en la cabeza del futuro votante ya existe un paquete de ideas que lo caracterizan como lo más abominable del mundo.

En las campañas electorales latinoamericanas siempre ha habido algún referente maldito de este tipo. Durante toda la segunda mitad del siglo XX fue el comunismo y la Revolución Cubana o, como se le llamó desde la derecha, el castrismo. Se habló del comunismo y el castrismo desde el maniqueísmo y los prejuicios, igual que como ahora se hace con el chavismo y lo que llaman populismo.

Como muy bien lo explicó Ernesto Laclau, el populismo está lejos de ser lo que estas caracterizaciones simplonas y demagógicas propalan. Pero la verdad es que el problema aquí no es si quienes utilizan estas falacias como arma política entienden o no qué es realmente el populismo; lo que a esta gente le interesa es erigirse con una bandera descalificadora de las propuestas políticas que se asocian a los intereses populares y, en América Latina, que propugnan por la defensa de la soberanía nacional y la unidad e integración de la región independientemente de los Estados Unidos de América.

Quiere decir esto que el término populismo, tal como se usa en la forma que venimos mostrando, ha sido construido a partir de una verdadera estrategia, muy bien montada, en la que participan en primer lugar los medios de comunicación –como baluarte de primera línea de la guerra ideológica-, pero en la que participa todo el arsenal político ideológico del status quo a través de un constante bombardeo que no da tregua en ningún momento.

Llegar a un proceso electoral en estas condiciones implica, para los partidos de izquierda o progresistas, situarse en un terreno minado previamente con bombas ideológicas que orientará a los ciudadanos a remitirse a un arsenal de prejuicios ya bien establecido en mente y corazones.

Efectivamente, quienes utilizan tales estrategias político electorales parten con ventaja. Pero su repetida utilización, y el contraste con lo que posteriormente hacen una vez llegados al poder, acumulan en amplios sectores de la población frustración, desencanto y descreimiento. Llega el momento en que sus mensajes se vacían de sentido y aparecen descarnadamente como lo que son: meras mamparas para continuar haciendo lo de siempre, llenando los bolsillos de los de siempre, viendo al Estado como un botín del que solo ellos saben sacar beneficios.

Llegados a este punto no queda sino desenmascararse, recurrir a otras estrategias en las que sale a relucir el fraude, la violencia y la represión. Esa es su famosa democracia, buena mientras les sea útil, dejada de lado cuando ya no sirva a sus fines.

Contra eso, como siempre se ha dicho pero poco se ha llevado a la práctica, queda la unidad; amplia y respetuosa; dialogante, verdaderamente democrática. Tal vez el mejor ejemplo en esta Nuestra América de esto es el Frente Amplio del Uruguay. Los frenteamplistas uruguayos no han estado ni están exentos de problemas y contradicciones, pero han sabido mantenerse unidos y salir adelante desde las catacumbas de la clandestinidad hasta la dirección del gobierno.

El prejuicio del populismo puede ser vencido.   

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