sábado, 21 de octubre de 2017

Argentina: Una placa para el teniente coronel Bernardo Alberte

Bernardo Alberte, testigo y protagonista de esa cronología contradictoria de utopías y represiones, del despuntar de la Teología de la Liberación y de los cursos de contrainsurgencia en la Escuela de las Américas, incorporó para la Historia de la Liberación  su cuota no menor de pasión y convicción, de honestidad y desinterés personal.

Carlos María Romero Sosa / Especial para Con Nuestra América
Desde Buenos Aires, Argentina

Bernardo Alberte en la revista
Cristianismo y Revolución, 1969.
En  Avenida del Libertador de la Ciudad de Buenos Aires, en el 1160, entre Ayacucho y Schiaffino debiera colocarse  una placa o en su defecto una baldosa en la acera, que recuerde al Teniente Coronel Bernardo Alberte;   un vecino del edificio identificado con aquella numeración,  que resultó ser el primero de los muertos por la dictadura, en un hecho perpetrado en la madrugada del 24 de marzo de 1976. El militar de 57 años, ex edecán del presidente Perón y su delegado personal entre 1967 y 1968, fue arrojado por una ventana  de su domicilio a un patio interior, pocas horas después de haber dirigido una carta abierta a Videla, antecedente de la que enviara a la Junta de Comandantes Rodolfo Walsh un año más tarde y que también le costó la vida al periodista y escritor. En la suya  Alberte denunciaba el intento de  asesinato del que fue víctima el 20 de marzo de aquel trágico año, así como el secuestro del militante peronista Máximo Augusto Altieri, cuyo cadáver apareció baleado en Esteban Echeverría poco después. Con visión  profética,  advirtió al Comandante en Jefe  el riesgo  de que las FF.AA. avanzaran en calidad de  fuerzas de ocupación en un terreno “donde por plano inclinado serán llevadas a sustituir a las policías de los ambientes fabriles, hasta ahora privadas, y a ser custodios de los intereses de una de las partes, precisamente la menos indicada para representar el interés general”. La respuesta no fue otra que la irrupción en su hogar de un grupo de tareas al grito de “Venimos a matarte”.
 

El “Mayor Alberte”, así conocido y nombrado con vivas muestras de  respeto y afecto por parte de la militancia  desde los años de la Resistencia -durante la presidencia del doctor Cámpora se le confirió el grado inmediato superior de Teniente Coronel-, consecuente con el  lema de Evita: “El peronismo será revolucionario o no será nada”, lideró el llamado Peronismo Revolucionario  desde mediados de los años sesenta del siglo XX, corriente que reunió  a  probados luchadores sociales como Gustavo Rearte, Carlos Caride, Envar El Kadri, Susana Valle, Julio Troxler, Jorge Rulli, Eduardo Gurrucharri, el ex seminarista Juan García Elorrio director de la revista “Cristianismo y revolución”, Mabel Di Leo o Alicia Eguren, compañera de vida y de lucha de John William Cooke y activa colaboradora  de la publicación “Con todo” que comenzó a aparecer en 1968 y que dirigía el Mayor.

Con decisión Alberte enfrentó al neoperonismo vandorista y  a las burocracias sindicales participacionistas con el onganiato. Esforzado hasta el sacrificio final por sus ideales, también a él le tocó transitar, dickensianemante,  por “el mejor de los tiempos y el peor de los tiempos”, dado estar cargados a la vez de ilusiones y decepciones.  Eran los tiempos  en que Perón enviaba desde su exilio madrileño una carta a Mao Tse Tung, llamándole “maestro de revolucionarios” mientras en una calle de París, Sartre voceaba un periódico maoista. Cuando aquí la declaración de Huerta Grande de 1962, inspiraba nuevas reivindicaciones obreras como el Programa del Primero de Mayo de 1968 de la CGT de los Argentinos con el gráfico Raimundo Ongaro a la cabeza; una organización obrera  y un dirigente  que tanto apoyo recibieron de  Alberte. Y eran también los tiempos en que mientras sectores de la Iglesia argentina y latinoamericana despertaban y ponían el oído en los reclamos populares, se frustraba la experiencia guerrillera tucumana de Taco Ralo y el primer regreso de Perón a la Argentina. En la salteña Orán, Jorge Ricardo Masetti, el Comandante Segundo, se disolvía en la lluvia, la selva, el tiempo, al decir de Walsh; y el  foquismo como táctica y estrategia para crear  muchos Vietnam en América, fracasaba estrepitosamente con la muerte del Che Guevara en Bolivia.

Bernardo Alberte, testigo y protagonista de esa cronología contradictoria de utopías y represiones, del despuntar de la Teología de la Liberación y de los cursos de contrainsurgencia en la Escuela de las Américas, incorporó para la Historia de la Liberación  su cuota no menor de pasión y convicción, de honestidad y desinterés personal –en 1973 declinó la titularidad de YPF que le ofreció el gobierno popular iniciado el 25 de mayo de aquel año-, de grandeza para pergeñar un mundo más justo y voluntad de hierro para hacerlo posible.   “¿Cómo cree usted que será posible la construcción nacional del socialismo a la que Perón se ha  referido en tantas oportunidades?”, le preguntó en un reportaje publicado en 1973 en diario El Día, de México, su amigo Rodolfo Puiggrós: “Mediante la construcción del Estado Socialista”, respondió sin titubear Alberte. 

Sufrió detenciones, exilios, atentados e infamias de todo tipo que epilogaron en su asesinato. Y en tanto en los años dramáticos que van de 1968 a 1975 -lejos  para él de representar  “los años felices” de ese mismo  período  que registra el segundo tomo de “Los diarios de Emilio Renzi”, alter ego de Ricardo Piglia-, debió despedir sin quebrarse a compañeros como Gustavo Rearte o a los miembros de las FAP Manuel Eduardo Belloni y Diego Ruy Frondizi, masacrados por la bonaerense en Tigre. Pero en medio de sinsabores y duelos recibió una distinción que lo conmovió de manos de la viuda del General Juan José Valle: las charreteras del militar fusilado en junio de 1956 por defender la causa del pueblo. Eduardo Gurucharri en su libro biográfico, en el que hace pública su nutrida correspondencia política, en especial con Perón: “Un militar entre obreros y guerrilleros” (Colihue, 2001), documenta con la trascripción de la carta de agradecimiento a la señora de Valle, el honor que significó para el Mayor ese presente: “He recibido por manos de su hija Susana el más emocionante homenaje que jamás imaginé merecer.  Usted me hace depositario de un símbolo que compromete mi vida hasta la muerte”.

Pocas horas antes de su violento fin, siendo  casi ya el 24 de marzo del 76´,  pasé cerca de su casa al regresar de un curso nocturno de postgrado de notariado al que por obvios motivos, como que el golpe se venía anunciando a los cuatro vientos,  habían faltado el docente, escribano Soffía Aguirre,  y la mayoría de mis compañeros. Tengo presente los pasillos vacíos de la Facultad de Derecho. Al salir  advertí que enfrente estaba cerrada la confitería “Las Artes” y las calles y parques adyacentes tomados por tropas  policiales. Llegué apurado y no sin miedo hasta una avenida Pueyrredón  lúgubre, con más patrulleros con uniformados  de fajina y casco que automóviles civiles transitándola. Ignoraba eso sí, mi proximidad -también en horas- al sitio inaugural del genocidio: el 1160 de Avenida del Libertador.

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