sábado, 25 de abril de 2015

Panamá: Falta la política exterior de un proyecto nacional

Para una nación chica cuyo territorio contiene un recurso de alto valor estratégico como la posición interoceánica –históricamente codiciado por grandes potencias–, preservar la integridad, seguridad y desarrollo nacionales exige desplegar una política exterior que fortalezca el derecho internacional y sus instituciones, que gane solidaridades y liderazgos con qué respaldar nuestras posiciones negociadoras.

Nils Castro / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá

Camino a la VII Cumbre de las Américas, el Presidente y la Canciller de Panamá  anunciaron que su gobierno había decidido recuperar la anterior política panameña de asumir al país como lugar de encuentro y concertación internacionales, y dejar atrás el alineamiento y enajenación en que nos hundió el anterior. Además, tuvieron la entereza de sostener el compromiso de invitar a Cuba a esa cita continental. Ambas decisiones fueron correctas, como lo probaron sus resultados. Ello merece reconocimiento, pero asimismo debe señalarse que este retorno a aquella política exterior todavía carece de varios componentes esenciales.

Algunos desaprensivos se precipitaron a pregonar que así Panamá restableció una “tradición” de neutralidad y diálogo, supuesto que, sin embargo, debe puntualizarse. Primero, porque  no existía tal tradición pues, salvo escasas excepciones, la mayor parte de nuestra historia republicana se caracterizó por la sumisión de los gobiernos oligárquicos. Segundo, porque el período en el que Panamá practicó una consistente política exterior de independencia ideológica, no alineamiento, autodeterminación y latinoamericanismo fue en los años del “proceso revolucionario”, de 1970 a mediados de los 80. Tercero, porque para desarrollar esa política  se requiere un conjunto de recursos conceptuales y humanos que todavía hoy faltan.

Eso  no significa que ahora toque repetir lo actuado en aquellos años, pues Omar Torrijos concibió ese método frente a las circunstancias de aquella época. Pero esa exitosa experiencia panameña, aparte de darle al país su tiempo de mayor prestigio y autoridad internacionales, dejó enseñanzas cuya vigencia ha seguido creciendo.

La primera, que es indispensable diferenciar entre dos roles que nunca deben confundirse: no es lo mismo ser un territorio de tránsitos y trasiegos que un sitio de encuentros y acuerdos. El transitismo no implica una cultura de concertación política; se puede estar al servicio del tránsito sin ser un facilitador de acuerdos (como ocurrió  en la mayor parte de nuestra historia). Y se puede desempañar un papel de mediación y acuerdos sin ser un área de tránsito, como Suiza, adonde rara vez alguien va de paso. Mediar y resolver es una actitud política, no un territorio (aunque estar donde hay mayor conectividad ayuda a cumplir esa actitud).

La segunda enseñanza es que, para una nación chica cuyo territorio contiene un recurso de alto valor estratégico como la posición interoceánica –históricamente codiciado por grandes potencias–, preservar la integridad, seguridad y desarrollo nacionales exige desplegar una política exterior que fortalezca el derecho internacional y sus instituciones, que gane solidaridades y liderazgos con qué respaldar nuestras posiciones negociadoras. Hoy debe sumarse una destacada actuación en los organismos latinoamericanos de integración, especialmente los que movilizan mayor respaldo suramericano.

La tercera enseñanza, que todo ello requiere distinguir los objetivos de un proyecto nacional, cuyas reivindicaciones exteriores los panameños puedan sustentar en los diversos escenarios mundiales, como base de sus propuestas. Y la  cuarta es que la claridad de miras de la política exterior del proyecto nacional permite convocar a los panameños más sagaces para imaginar, investigar, proponer y cumplir las múltiples iniciativas –no solo diplomáticas– conducentes a realizar esa política.

¿No fue así que Torrijos pudo captar una pléyade de personalidades intelectuales y políticas como los Aquilino Boyd, Juan Antonio Tack, Rómulo Escobar Bethancourt, Jorge Illueca, Aristides Royo o Ricardo de la Espriella, entre tantos otros? ¿Y de articularlos y orientarlos certeramente incluso más allá de la desaparición física del general?

Bueno es ¡y mucho! que en esta Cumbre el actual gobierno supiera coronar su primera gran experiencia diplomática, inspirándose en aquella política de  no alineamiento, neutralidad activa, encuentro y concertación latinocaribeña y continental. Para hacerlo mejor, solo le faltó reconocer que esa política tuvo un fundador cuyas ideas hoy pueden abrirle aún mejores caminos a este país.

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