sábado, 24 de mayo de 2014

Argentina: El nombre del kirchnerismo

El nombre del Kirchnerismo, su impronta informal y desacartonadora de discursos y prácticas, nos habilitó para volver a soñar con un país que habíamos perdido en medio del desierto de una época caracterizada por las proclamas del fin de la historia y la muerte de las ideologías e incluso de la política.

Ricardo Forster / Página12

Desplegando una política audaz y a contrapelo de las hegemonías mundiales; subvirtiendo las “formas” institucionales aprovechando el profundo descrédito en el que habían caído esas mismas instituciones en el giro del siglo y en medio del estallido del 2001 para devolverles una legitimidad perdida; rescatando lenguajes y tradiciones sobre las que el paso del tiempo y las garras de los vencedores habían dejado sus marcas envenenadas; ejerciendo, con fuerza anticipatoria, una decisiva reparación del pasado que habilitó, en un doble sentido, un camino de justicia y una intensa querella interpretativa de ese mismo pasado que tan hondamente había marcado un tiempo histórico rescatado del ostracismo, Néstor Kirchner rediseñó, hacia atrás y hacia adelante, la travesía del país. Conmoción e interpelación. Dos palabras para dar cuenta del impacto que en muchos de nosotros provocó esa inesperada fisura de una historia que parecía destinada a la reproducción eterna de nuestra inagotable barbarie. Ruptura, entonces, de lo pensado y de lo conocido hasta ese discurso insólito que necesitaba encontrarse con una materialidad histórica que, eso pensábamos, huía de retóricas del engaño o la autoconmiseración. El kirchnerismo, ese nombre que se fue pronunciando de a poco y no sin inquietudes, desequilibró lo que permanecía equilibrado, removió lo que hacía resistencia, cuestionó lo que permanecía incuestionable, aireó lo asfixiante de una realidad miasmática y, por sobre todas las cosas, puso en marcha de nuevo la flecha de la historia.

Con pasiones que parecían provenir de otros tiempos, los últimos años, en especial los abiertos a partir de la disputa por la renta agraria en el 2008, han sido testigos de querellas intelectual-políticas que obligaron a cada uno de sus participantes a tener que tomar partido. Fue imposible sustraerse a la agitación de la época y a la vigorosa interpelación que el kirchnerismo le formuló a la sociedad. La política, con sus intensidades y sus desafíos, con sus formas muchas veces opacas y otras luminosas, se instaló en el centro de la escena nacional para, como hacia mucho que no sucedía, convocar a aquello que siempre estuvo en su interior aunque pudiera, en ocasiones, quedar escondido por las hegemonías del poder real: el litigio por la igualdad.

El kirchnerismo salió al rescate de tradiciones y experiencias extraviadas corriendo la pesada lápida que había caído sobre épocas en las que no resultaba nada sorprendente el encuentro, siempre arduo y complejo, de la lengua política y los ideales emancipadores, y al hacerlo desafió a una sociedad todavía incrédula que sospechaba, otra vez, que le querían vender gato por liebre. En todo caso, hizo imposible el reclamo de neutralidad o de distanciada perspectiva académica, hizo saltar en mil pedazos la supuesta objetividad interpretativa o la reclamada independencia periodística mostrando, una vez más, que cuando retorna lo político como lenguaje de la reinvención democrática se acaban los consensos vacíos y los llamados a la reconciliación fundados en el olvido histórico. Lo que emerge, con fuerza desequilibrante, es la disputa por el sentido y la irrevocable evidencia de las fuerzas en pugna.

El kirchnerismo vino a sacudir y a enloquecer la historia. El impacto enorme de su impronta, de esa invención a contracorriente formulada en mayo de 2003, sigue irradiando alrededor nuestro y continúa definiendo el horizonte de nuestros conflictos y posibilidades. Hoy, cuando nos acercamos a una encrucijada política compleja, esta experiencia caudalosa y transgresora quiere ser reducida a una etapa ya superada en nombre, una vez más, de la “unidad del movimiento”. Una unidad, lo sabemos por experiencia histórica, que cuando se proclama y se impone acaba por reducir al peronismo a fuerza conservadora. Cuando en el peronismo se habla de englobar a todos los sectores, cuando se escucha aquello de que “finalmente somos todos compañeros”, lo que se está diciendo sin decirlo es que se prepara, una vez más, la pirueta que conduce al establishment y al status quo, el giro que vuelve a depositarlo en el núcleo de la repetición. Hoy, y bajo distintos nombres (suenan con sus diferencias los de ciertos gobernadores, esos que siempre estuvieron lejos de kirchnerizar al peronismo de sus provincias, y, por supuesto, los del nuevo heraldo del peronismo conservador y noventista que viene del Tigre) se busca cerrar la anomalía iniciada en mayo de 2003.

De nuevo, y como un signo de su historia zigzagueante, regresa una disputa que, eso hay que decirlo, no dejó de acompañarlo, al menos, desde el conflicto de la 125 en la que una buena parte del PJ confluyó con la corporación agromediática (el massismo es hijo de esa confluencia). En esos días calientes en los que tantas cosas fueron puestas sobre la mesa, y en los que los actores asumieron sus papeles en el drama de la historia, el kirchnerismo encontró su nombre y su potencia, pudo darle palabras a su desafío y a su proyecto. En esos días, también, algo inevitable volvería a sacudir al peronismo. Hoy, cuando todo sigue estando en disputa y bajo la forma del riesgo, regresa la amenaza de la restauración, pero no como una acción extemporánea, venida de afuera, sino como la horadación que se precipita desde el interior. No hay peor cuña que la que se hace con la astilla del mismo palo. Por eso es imprescindible discutir críticamente el legado del propio peronismo, no dejarlo desplegarse como si nada guardase de peligroso en su devenir histórico y sospechando, siempre, de los cultores de la “unidad por sobre todas las cosas”. No se trata de ir a la búsqueda de una pureza imposible y viscosa, pero tampoco de ir con todos y con cualquiera con tal de preservar, sin principios, el poder.

Lejos, muy lejos del espíritu de lo fundado por Néstor Kirchner, se encuentra el diagrama de aquellos que buscan concretar el final de un ciclo pronunciando otro nombre muy diferente del que talló de manera inesperada lo mejor de un país que se reencontró con una oportunidad que ya no alcanzaba siquiera a imaginar. Un nombre novedoso y opuesto al de las corporaciones, surgido en la tierra de los vientos sureños y que se extendió por el país, que tendrá que enfrentarse a sus límites y contradicciones, a sus debilidades y a sus errores, pero que, sobre todo, tendrá que profundizar el núcleo desafiante y novedoso que introdujo en el interior de una sociedad desesperanzada. Y tendrá que hacerlo sin renunciar a esa impronta, sabiendo que no es posible ni justo replegarse hacia una política testimonial preparándose para otro tiempo más lejano que, cuando supuestamente llegue, volverá a encontrar un país desolado por la inclemencia de los poderes corporativos. Poderes que, como en otras épocas, no desaprovecharán la oportunidad que aguardan con la glotonería de quienes están listos para reconstruir su hegemonía. Pero también sabe, siempre lo ha sabido, que en el drama de una historia que sigue buscando la igualdad nadie puede eludir las impurezas y el barro. Las oportunidades de cambiar a favor de las mayorías populares la trama de la sociedad son rarezas que no se pueden desaprovechar. Sin garantías, como al comienzo de esta historia, el kirchnerismo, su nombre, deberá seguir insistiendo.

Pocos, muy escasos, acontecimientos políticos han despertado tantas polémicas, tantas querellas y tantas pasiones como lo abierto por la irrupción de esta extraña figura proveniente del sur patagónico. En Kirchner y, con una potencia duplicada por el propio dramatismo de una muerte inesperada, en Cristina Fernández se ha desplegado lo que pocos creían que podía volver a suceder en el interior de la realidad argentina: la alquimia de voluntad, deseo, inteligencia y audacia para torcer una historia que parecía sellada. El retorno, bajo las condiciones de una particular y difícil época del país y del mundo, de la política como ideal transformador y como eje del litigio por la igualdad. Ese es el punto de inflexión, lo verdaderamente insoportable, para el poder real y tradicional, que trajo el kirchnerismo: el corrimiento de los velos, el fin de las impunidades materiales y simbólicas, la recuperación de palabras y conceptos arrojados al tacho de los desperdicios por los triunfadores implacables del capitalismo neoliberal y revitalizados por quienes, saliendo de un lugar inverosímil, vinieron a interrumpir la marcha de los dueños de lo que parecía ser el relato definitivo de la historia.

Kirchnerismo como el nombre de una reparación, como el santo y seña de un giro que habilitó la restitución de derechos y de memoria, pero también como el nombre de una refundación de la política sacándola del vaciamiento y la desolación de los noventa. Y haciéndolo de manera transgresora, pero no al modo de la farandulesca, banal y prostibularia “transgresión” del menemismo, sino quebrando el pacto ominoso de la clase política con las corporaciones, tocando los resortes del poder y haciendo saltar los goznes de instituciones carcomidas por la deslegitimación. Kirchnerismo como el nombre de una insólita demanda de justicia en un país atravesado por la lógica del olvido y la impunidad.

El kirchnerismo, entonces y a contrapelo de los vientos regresivos de la historia, como un giro de los tiempos, como la trama de lo excepcional que vino a romper la lógica de la continuidad. Raras y hasta insólitas las épocas que ofrecen el espectáculo de la ruptura y de la mutación; raros los tiempos signados por la llegada imprevista de quien viene a quebrar la inercia y a enloquecer a la propia historia redefiniendo las formas de lo establecido y de lo aceptado. Extraña la época que muestra que las formas eternas del poder sufren, también, la embestida de lo inesperado, de aquello que abre una brecha en las filas cerradas de lo inexorable que, en el giro del siglo pasado, llevaba la impronta aparentemente insuperable del neoliberalismo.

Es ahí, en esa encrucijada de la historia, en eso insólito que no podía suceder, donde se inscribe el nombre del Kirchnerismo, un nombre de la dislocación, del enloquecimiento y de lo a deshora. De ahí su extrañeza y hasta su insoportabilidad para los dueños de las tierras y del capital que creían clausurado de una vez y para siempre el tiempo de la reparación social y de la disputa por la renta.

En el nombre del Kirchnerismo se encierra el enigma de la historia, esa loca emergencia de lo que parecía clausurado, de aquello que remitía a otros momentos que ya nada tenían que ver, eso nos decían incansablemente, con nuestra contemporaneidad; un enigma que nos ofrece la posibilidad de comprobar que nada está escrito de una vez y para siempre y que, en ocasiones que suelen ser inesperadas, surge lo que viene a inaugurar otro tiempo de la historia. El kirchnerismo, su nombre, constituye esa reparación y esa inauguración de lo que parecía saldado en nuestro país al ofrecernos la oportunidad de rehacer viejas tradiciones bajo las demandas de lo nuevo de la época. Con él regresaron debates que permanecían ausentes o que habían sido vaciados de contenido. Pudimos redescubrir la cuestión social tan ninguneada e invisibilizada en los noventa; recogimos conceptos extraviados o perdidos entre los libros guardados en los anaqueles más lejanos de nuestras bibliotecas, volvimos a hablar de igualdad, de distribución de la riqueza, del papel del Estado, de una Latinoamérica unida, de justicia social, de capitalismo, de emancipación y de pueblo, abandonando los eufemismos y las frases formateadas por los ideólogos del mercado.

Casi sin darnos cuenta, y después de escuchar azorados el discurso del 25 de mayo de 2003, nos lanzamos de lleno a algo que ya no se detuvo y que atraviesa los grandes debates nacionales. El nombre del Kirchnerismo, su impronta informal y desacartonadora de discursos y prácticas, nos habilitó para volver a soñar con un país que habíamos perdido en medio del desierto de una época caracterizada por las proclamas del fin de la historia y la muerte de las ideologías e incluso de la política. Apertura de un tiempo capaz de sacudir la inercia de la repetición maldita, de esa suerte de inexorabilidad sellada por el discurso de los dominadores. Pero también un nombre para nombrar de nuevo a los invisibles, a los marginados, a los humillados, a los ninguneados que, bajo sus banderas multicolores y sus rostros y cuerpos diversos, se hicieron presentes para despedir a quien abrió lo que parecía cerrado y clausurado en ese día en el que una generación se sintió conmovida y atravesada por su propio 17 de octubre. Los otros del sistema, los pobres y excluidos pero también los pueblos originarios, los habitantes de la noche y los jóvenes de los suburbios y los que sintieron el despertar de la pasión política, los migrantes latinoamericanos que se encontraron con sus derechos y las minorías sexuales que se adentraron en un territorio de la reparación. Ellos, fundamentalmente, le han dado su impronta transgresora al nombre del kirchnerismo. Un nombre que no puede ni debe ser atrapado en la tela de araña de la realpolitik ni ser apropiado por quién o quienes sólo buscan el momento para devaluar lo conquistado haciendo regresar al peronismo a su etapa conservadora. En ellos, con ellos y por ellos no se puede retroceder.

Extravagancias de una historia nacida de lo inesperado y que se deslizó por una grieta mal cerrada del muro de un país desguazado; que lo hizo para interpelarnos de un modo excepcional y que parecía provenir de otros tiempos y de otros corazones pero que se manifestaba en la encrucijada de un presente que pudo, gracias a su aparición a deshora, desviarse de la ruta de la intemperie y la desolación para dirigirse, con la intemperancia de lo inaudito, hacia la reconstrucción y la reparación de una sociedad descreída que, por esos enigmas de la vida y de la historia, se descubrió de nuevo alborozada por antiguas y nuevas militancias, de esas que entrelazaron lo anacrónico y lo contemporáneo. Por eso el arduo y apasionante desafío al que se enfrenta el kirchnerismo en esta hora histórica: seguir conmoviendo el sentido común de una sociedad que nunca imaginó que pudiera ser contemporánea de un giro histórico reparador de la injusticia y la desigualdad o desembocar en la resignada aceptación de un fin de ciclo que se materializaría en candidaturas que nada han tenido que ver con el ímpetu rupturista de lo iniciado en mayo del 2003. El peligro de la regresión está afuera y adentro. Nuestra responsabilidad, aquí y ahora, es seguir reafirmando lo que ha significado y sigue significando el nombre del kirchnerismo.

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